TODO LO QUE SÉ SOBRE PEPE CARVALHO (Capítulo IX)
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IX
A las once y media de la noche el Cholo, con el casco puesto, sale del ascensor en el séptimo piso, fija la puerta para que no se cierre, se dirige a la letra B y llama al timbre una sola vez. Diez segundos después en pijama, Moré abre la puerta. El Cholo levanta la recortada y le dispara a dos palmos de la cara. Vuelve al ascensor, baja directo al garaje con la escopeta en la chamarra, arranca la moto, abre el portón con el mando, sube la rampa y se mezcla en el tráfico. En media hora está a la entrada de Barberá del Vallés, en el parking del Baricentro, a veinte kilómetros de Barcelona. Le espera el Toto en un megane. El Toto, bajito, rechoncho, con ojos de huevo y manos blandas, mete en una bolsa la recortada, el casco, el mando a distancia, las deportivas, los guantes y la chupa. El Cholo se cambia en el asiento de atrás. La moto se queda allí. Tardan una hora y media en llegar al embalse de Rialb sin hablar, con música machacante a todo volumen. Paran cerca de la granja de cerdos Pomanyons y se deshacen del contenido de la bolsa. Vuelven por otra carretera bajando primero a Tárrega, siguiendo hasta Calafell, para entrar a Barcelona por el sur. El Toto deja al Cholo en un cruce del centro a las tres de la mañana. Le da dos mil euros en cuatro billetes y un pollo de farla sólo para vips.
El Cholo sabe que el Toto trata con la pasma. Nunca tiene problemas de dinero, ni con la justicia. Contrata a gente como él, a la última pregunta, sin perro que le ladre, para quemar casas con vecinos que no se quieren ir, dar palizas de encargo, reventar algún acto político, montar bronca a negocios que no pagan o cobrar deudas a camellos tardones. Si tiene algún lío el Toto pone el abogado, paga bien. El Cholo antes se dedicaba a los descuidos, al tironeo, a robar motos. Acaba de salir. El cabrón del Toto le tiene cogido por los huevos. Sabe que no tiene donde caerse muerto, ni respaldo de nadie. Puede ir a la pera o a la vendimia, como otras veces. En un mes estará en las mismas, pelao, sentado en la escalera del portal esperando un palo, al padre de la Rebe o a quien sea, y aparecerá el Toto. Puede que ahora le den cosas mejor pagadas, ya le conocen. Saben que es de fiar. Si en una de estas le ligan, en el talego estará cubierto, le harán ingresos. El Toto maneja, tiene que ver con los corbatines. Le ha prometido una historia para levantarse un carro de billetes. Ha cumplido con el abogado.
Cuando llega a casa al día siguiente después de intentar toda la noche borrar con cervezas y pastillas la imagen de los sesos del abogado en la pared, su hermano pequeño, Josito, el Lechuga, está, como siempre, en la cueva jugando al fifa con la play y fumando porros. El frigorífico está desenchufado. Viven solos desde hace años. El Lechuga trapichea con hierba lo justo para el día, no quiere saber nada más. Alguna vez le llama algún vecino para ir a la chatarra, ayudar a montar los puestos en el mercado o a la puerta del estadio. El Cholo encarga por teléfono a Telepizza de todo y en grandes cantidades, pasará a recogerlo en una hora. El Lechuga para el partido. Los repartidores se niegan a ir a según qué direcciones. Le extraña que no le mande a por el encargo. El Cholo tiene pasta, habla poco, parece contento. Se casa el mes que viene y anda buscando la manera de pagar la boda y la fiesta. La Rebeca está preñada y se vendrá a vivir con ellos. Habrá que hacer limpieza.
—Qué pasa loco, has dao un palo bueno.
—Dos mil euros me he sacao jugando al póquer, pringao. Vamos a comer de lujo. Y tengo pa postre cremita.
—Jugando al póquer, mis cojones. No sabes ni tenerlas. Te has hecho una farmacia o una gasolinera. Como se entere la Rebe o su padre que andas enfarlopao te vas a cagar.
—Calla, enterao. Si dices algo te parto la crisma. Es para celebrar lo de hoy. Me la ha dao el Toto.
—El Toto no da nada, ese jambo es un asqueroso. Si el dinero es suyo es que has hecho alguna gorda.
—Sabrás tú del Toto. Es el que me da corte. Si no nos comeríamos los mocos.
—Un plato, una cerve y un peta no faltan. El Toto marca ruina. Te da hilo a la cometa y cuando estés enmarronao y no sirvas, te va a dejar tirao. ¿Para quién te crees que trabaja?
—Pa los ricos como todo el mundo. Yo le cumplo y él me paga. A mí me respeta, más le vale.
—Pa que te suelte ese turrón es que has mangao la de dios.
—Lo habría hecho por menos. Me he tumbao a un abogao asqueroso que defiende violadores.
El Lechuga cerró los ojos. Todo empezó a dar vueltas. El Cholo era capaz de eso y más. Desde que murieron los viejos, con los ácidos, las pastillas, las borracheras, las peleas, las horas muertas en el parking, y esa música bacaladera de mierda, se había vuelto gilipollas, el más chulo del barrio. Los ultras chinaos del fútbol le hablaban de honor, gloria y mierdas de la vieja escuela. En despachos del centro les pagaban por liarla. El Cholo puso de su parte, no es un pobre chaval indefenso. Le gusta abucharar, sacar el pecho paloma, ponerse violento a la mínima con cualquiera. Matar a alguien a quien ni siquiera conoces por encargo de un hijo de perra es una cagada imperdonable. El Cholo actúa por impulsos, es transparente, no se para a pensar. Tiene veintitrés años pero parece que tiene quince, cree que vive con Toni Montana en una película de acción. Un muerto, a poco, son veinte años. Con la facilidad que tiene para complicarse la vida y las movidas habituales del talego le caerá una condena después de otra. Si entra, no sale. Un muerto no tiene marcha atrás, el Toto lo sabe, el Lechuga también.
—Te respeta. ¿Por qué no se lo bajó él? ¿Por no mancharse el traje de chuloputa?
—Le conocía. Un desgraciao menos. Que se joda.
— Ahora eres juez. Un abogado defiende a la gente en los juicios, es su faena. El Toto te paga por tasabar gente, te has lucido. Si alguien le molesta te cuenta una milonga, te da la propina y tú se lo limpias. Te respeta mogollón.
El abogado no era como esperaba. Debería haberle dado asco, llevar en la mirada su mala entraña. No fue así. Abrió la puerta en pijama, con el cepillo de dientes en la mano y dentífrico en el bigote. Sonreía como si esperara decir alguna tontería a quien llamara a esas horas de la noche. Estaba tranquilo, con la cara roja y los ojos húmedos, como su padre cuando volvía de la taberna cantando por Farina. Su madre le reñía y le dejaba sin cenar. El dinero hacía falta en casa. El Lechuga y él eran unos mocosos. Ya sabían que a los alcohólicos les preocupa poco la comida. Su padre se reía y se quedaba dormido, habían sido solo dos vinos, no era para ponerse así. Al día siguiente vendería los hierros amontonados en la carbonera desde que el vecino cambió las ventanas y los tiró. Le darían un buen dinero en la chatarrería, pesaban mucho. Su madre, al final, le daba un vaso de leche. Jesús, jesús, qué cruz de hombre. El abogado podía ser cualquiera. Él apretó el gatillo y le borró la cara. Se le secó la boca y al encontrarse en el aparcamiento con el Toto y su careto algo se le removió en el estómago.
El Cholo pensativo no es una estampa habitual. Se fía del Josito, sabe de lo que habla, acabó la escuela. Se va a por el encargo con el ceño apretado y alguna mosca revolviéndole la cabeza. El Lechuga sale detrás y tira para lo del Lumbreras, dos calles más abajo, en la parte vieja. El Lumbreras está donde siempre, en las escaleras del portal. Acaba de pillar doscientas toallas a un vendedor asfixiado y busca colocárselas a los que mañana tienen mercadillo. Si les gana treinta pavos, ha hecho el día, si son diez, algo es algo. Josito, el Lechuga, le entra, como todos, para un negocio.
—Cuanto me das por la play, Lumbre.
—La tengo que ver. Poco de todas maneras, acaba de salir la nueva.
Un ratico de charla, trócolo de yerba, sacar al Cholo en la conversación, la boda, la fiesta que prepara, todo el barrio invitado, bailongo bueno. Hay que hablar del Barca, de Ronaldinho y Messi. El Lechuga sabe que el Lumbre es de un pueblo en el que dan pol culo a los preguntones, cuidado. Hay que dejar correr el sedal a favor de la corriente, no arar el río. Con paciencia los peces acaban picando. El Toto va mucho por el Júpiter.
Josito pasa por casa y come algo de fritanga con el Cholo sin hablar del tema. Su hermano no dice una palabra, algo barrunta. Beben un par de birras. Josito agarra el destornillador de la caja de herramientas, la bici y tira para la calle. Encuentra el coche del Toto a dos calles del Júpiter. Se pone la capucha de la sudadera y empieza a buscar en los contenedores. Es tarde, pasa poca gente y a nadie le extraña que alguien rebusque en la basura. A los veinte minutos el Toto se acerca andando tranquilo con las llaves del coche en la mano. El Josito se le va de frente. Al llegar a su altura le mira a la cara, saca el destornillador y se lo clava en el corazón hasta el mango. El Toto ni tulle ni mulle. El Josito se pira andando, dobla la primera esquina, corre como un poseso. Recoge la bici candada en la puerta del instituto y pedalea hasta que le revienta el pecho. En el centro, en plena bulla de turistas, entra en un kebab, pide una lata de cerveza, va al tigre, mea, lava la herramienta, paga y sale. En el primer contenedor que encuentra hurga y tira el destornillador envuelto con papeles. Unas calles más abajo en un callejón lleno de potas se deshace de la sudadera.
Al volver a casa el Cholo no está. Agotado, Josito el Lechuga se duerme con la tele puesta, un porro a medio fumar en el cenicero y una cerveza caliente en la mano. En la play estaba a punto de ganar la Champions con el Elche.
Josito sabe que siempre hay desgraciados para mancharse las manos, asaltar las trincheras, hacer la parte pringosa del trabajo. El trabajo os hará libres. La etimología ofrece algunas pistas. Trabajo, del latín tripalium, instrumento de tortura hecho con tres palos en el que se ataba a los esclavos para azotarlos. El trabajo dignifica, espléndido ejemplo de corrimiento semántico. Sánchez Ferlosio utilizaba los latiguillos “merecido descanso” y “sana alegría” para hacer notar la aparición en fantasma de un descanso inmerecido y una alegría insana. El descanso y la alegría necesitarían una justificación moral ante una ideología coincidente con los intereses de la patronal. Ferlosio, un modelo perfecto de porqué Montalbán nunca dedicó un libro a su hijo Daniel: “un hijo no es responsable del padre que tiene”.
En la segunda mitad del siglo XX dos intelectuales, los que se dedican a pensar y ponerlo por escrito, cubrieron la totalidad, o casi, del campo de visión; Montalbán y Ferlosio. “La desfachatez intelectual” de los pistoleros del articulismo y los tertulianos de combate, señalados por el filósofo Sánchez-Cuenca, no se había instalado todavía.
Manuel Vázquez Montalbán:
Nací en la cola del ejército huido
me quedé a la luz del centinela
y os pedí prestados aire y agua
en barrios que os sobraban
No había luz en su casa del Chino, la electrificación tardaría mucho en llegar a barrios y pueblos que sobraban a los ganadores. Sólo aire y agua. Prestados. El Chino no era un barrio obrero derrotado más de los cientos que sufrieron la persecución y la represión. Sumaba todos los desprecios posibles, incluía el lumpen:
“en la ciudad de vuestros terrores
en su sur vencido y fugitivo”
Las vecinas de ese sur, las muchachas sin flor, ni voz, ni derecho alguno, sombras en la cocina o en la acera, vivían detrás de la Singer, del balcón y las esparragueras abonadas con moñigos del percherón que tiraba del carro de la basura. Desde un sur infantil, vencido y fugitivo, la perspectiva es nítida, todo el montaje se hace visible, se detectan las trampas, se reconocen los trucos, se huele e identifica al enemigo. La única moneda de pago, el impuesto, es el dolor añadido. El niño que pide prestados aire y agua, indefenso y rodeado, habitante del infierno histórico, necesita ideas, palabras, pan blanco y aceitunas negras, un mundo de huídas y mares del sur. El viajero que huye, y tarde o temprano detiene su andar, deja atrás un punto de partida geográfico, físico o mental, que lleva puesto. El viaje de Montalbán y Carvalho desde el barrio Chino hasta Vallvidrera atraviesa todas las Barcelonas. Una fuga de la miseria de los olvidados y el primer plano hasta el plano general y el horizonte. Un viaje acompañado por la memoria. Ferlosio hace el trayecto inverso, de la abundancia y la despreocupación al estoicismo, más literario que real, de la visión de conjunto al detalle. José Benito Fernández, su biógrafo, pone a Delibes de testigo: "Carmiña, Carmen Martín Gaite, casada con Ferlosio, vivía con un muerto en vida, obsesionado escribiendo con cortinones negros para que no penetrase la luz".
Rafael Sánchez Ferlosio nació en la Roma de Mussolini irresponsable de las andanzas de su padre, Rafael Sánchez Mazas, fundador de falange, ministro de Franco y de su madre, Liliana Ferlosio, heredera de un banquero del Vaticano. Una cuna llena de privilegios en lo más alto del poder, en primera fila de la vanguardia del ejército vencedor: “Quien, como yo, carece de humildad esperará siempre en vano que el sentido del ridículo pueda servir de sucedáneo de esa virtud que le falta”.
Desde las torres más altas, “desde la estúpida arrogancia del convencimiento”, la perspectiva es nítida, todo se hace visible, se detectan las trampas, se reconocen los trucos: “¡Cómo os habéis equivocado siempre! Era al afán, al trabajo, al quebranto, a la fatiga, no al sosiego, ni a la holganza, ni al goce, ni a la hartura, a quienes teníais que haberles preguntado: “¿Para qué servís?”
Montalbán vio pasar las aguas del Mississippi, del Nilo y del Mekong. Ferlosio las del Tíber y el Jarama. Dos voces complementarias. Grave la del barcelonés, con una lista de necesidades y un objetivo:
“huir en pos de una teoría de la huida
Volver a tiempo de cuestionar el dibujo
de la muerte”
Más aguda la del romano, apta para la homilía de un “valeroso y esforzado corazón de ratón” con “espada y albedrío para darle brega y agitación llegada la hora de desenvainar”.
Dos pensamientos, diferentes obsesiones. Memoria, deseo, geometría y compasión, Montalbán:
“Cuando ya nadie sepa…
fotografías llenas de desconocidos
sin nadie que les avale.
¿recuerdas?”
Carácter y destino, God and Gun, Ferlosio: “...el egocéntrico furor de autoafirmación de los sujetos, con toda esa penosa jerga escolar del “espíritu de sacrificio”, y el “afán de superación” y la “aspiración a la excelencia”.
Entre la España de más arriba y el barrio de más abajo, la realidad observable. Montalbán, levísimamente irritado, contestó a la pregunta de una entrevistadora. No, no habría preferido nacer en el bando vencedor.
“Yo maté a Kennedy” es la primera novela de la serie Pepe Carvalho. La última que Tonia ha leído antes de descubrir las historias “conmovedoras y escuálidas” de Leonardo Padura y su expolicía Mario Conde. En el libro sobre el clan de los Kennedy están algunas claves históricas del detective, los conflictos con su mujer y la violenta polémica acerca de la disyuntiva que tantas familias rompió en la España de los sesenta: Voltaire o Rousseau. Para Carvalho no había discusión, “Voltaire era un señor y Rousseau un perfecto idiota”. Una toma de posición que le costó el matrimonio. La misma elección en un examen de la facultad, le supuso a Montalbán una matrícula de honor. Salmorejo acabaría citando a Rousseau en una comisión de investigación del parlamento sobre la “operación Cataluña”.
Los que cantando se llaman a sí mismos valientes y bravos, sacan habitualmente la pistola, y los cojones, amparados en la impunidad. Aquí, cualquier aquí, y en Texas, cualquier Texas. Los cojones tejanos del vicepresidente Lyndon B. Johnson estaban en Dallas el 22 de noviembre de 1963. Iban aplastados contra el cuero del asiento en el coche que seguía al presidente Kennedy. Pepe Carvalho mató a Jack, John Fitzgerald, sabiendo que su sucesor constitucional sería Johnson, primer presidente sureño desde la guerra de secesión, contrario a la decisión de retirar las tropas de Vietnam. Fueron los cojones vaqueros de Johnson los que inundaron el sureste asiático de marines e incluyeron en la comisión Warren, formada para aclarar la autoría del magnicidio, a Allen Dulles, el director de la CIA entre 1953 y 1961, destituido por Kennedy.
Las teorías sobre la muerte de Kennedy son incomprensibles. Hay miles de documentos desclasificados, estudios universitarios, dosieres de los servicios secretos, libros de investigación, reportajes, documentales, películas, sesiones parlamentarias y comisiones oficiales. Ni una sola mención a Pepe Carvalho. “Yo maté a Kennedy” no les pareció una confesión contundente. Ni una referencia al trabajo de Manuel Vázquez Montalbán y sus múltiples sesiones con el agente de Bacterioon, la organización secreta que aterrorizaba al entorno del los Kennedy. El libro acabó en los montones de saldos de los grandes almacenes. Disfrazado de experimento literario, un marxista gallego entrenado por la CIA demostraba dos cosas: que los Kennedy eran mortales, aunque su genética procediera de Troya, y que en la nueva novela ibérica no eran necesarias cuarenta páginas para subir una escalera, un comentario de Alberti convertido en estribillo. Vázquez Montalbán dinamitó el discurso despectivo de los señoritos de la cultura sobre las masas con novelas adscritas a la cultura popular y el precedente de Juan de Mairena: “Las masas son un invento de la burguesía para ametrallarlas”.
Tonia acude al despacho de Carmen Balcells con las luces apagadas. La jefa, retirada pero poco, no puede parar quieta. Ha vuelto a la dirección después de que la agencia perdiera a Guillermo Cabrera Infante y a Roberto Bolaño, fichados por Andrew Wilye, “el chacal”, el agente estadounidense más importante del mundo, representante de miles de autores. Se han ido Gonzalo Suárez y Daniel Vázquez Sallés. La muerte de Moré altera el equipo encargado de buscar a Carvalho. La traductora nota cierto paternalismo en la voz de Carmen Balcells cuando habla de peligros. En Cuba no es necesaria como traductora y ya no es asistente de Moré. Quiere mandarla a Frankfurt. Tonia conoce Frankfurt, La Habana no. Traducir farragosas negociaciones no es lo que le pide el cuerpo. Sugiere incorporarse al frente alemán a la vuelta de Cuba, hacer un traspaso ordenado del expediente Carvalho. Lo pide por favor.
Simón Mendiño de la ría de Vigo, un filólogo experto de la casa recién incorporado al departamento de asuntos extranjeros, será su compañero en el Caribe. Simón puede ser conveniente, se sabe de memoria las novelas de Carvalho e hizo su tesis doctoral sobre la relación entre los personajes de la obra de Manuel Vázquez Montalbán/Sánchez Bolín. Ha estudiado a todos los Montalbanes: Sixto Cámara, La Baronesa d'Orcy, Luís Dávila, Manolo V el Empecinado, Jack el decorador, José Ortega o Gasset, Manuel Sánchez Molbatán, Manolín de Tarascón, El Bizco de Lepanto, Ricardo Bambi, Serer o no Serer, Menelao el Aeropagita, Marco Antonio Alfonso de los Arroyos y Benito Adolfo Pérez Sánchez de los Madroños Lisos.
La jefa avisó. Dijo que era motivo de despido fulminante. No quiere líos entre sus subordinados. Una aventura rápida, discreta y sin consecuencias, pase, pero nada de relaciones más allá. A un amante se le mandan flores, se le agradecen los servicios prestados y se acabó. Tonia no se tomó en serio las admoniciones de Carmen. No tenía ninguna intención de atarse a nadie. Su vida sentimental estaba tranquila desde que cortó con Jota, un bandarra de la facultad intenso, pesado y conspiranoíco. Estaba convencido de que le querían matar los del PNV por escribir en su tesis doctoral de setecientas páginas, que Jesús de Galíndez, un nacionalista vasco secuestrado en la Quinta Avenida de Nueva York, trasladado en avioneta a la República Dominicana y asesinado por orden del dictador Trujillo en 1956, vivió hasta finales de los ochenta en Tampa, Florida, bajo un nombre supuesto, relacionándose con el FBI y las personas encargadas de matar a Kennedy y a Castro. Su fuente de información era un amigo de alguien a quien se lo había contado el Letxuga Elorrio, una estrella del jai alai que aparecía pegando a la pelota en la introducción de la serie “Corrupción en Miami”. Tonia no sabía, ni le importaba cuando rompió relaciones diplomáticas con Jota, que Montalbán había dedicado una novela a Galíndez.
El aviso la puso en guardia sobre Simón Mendiño, casado con una jueza. Ten cuidado, insistió la jefa, su mujer es amiga mía. Cuando se lo presentaron, a una semana del viaje a Cuba, no le pareció gran cosa. Esperaba alguien como Russell Crowe, del que habló Maruja al borde del soponcio, un Brando, un Clooney, un Tomatito, un Bardem o algún galán que justificara las amenazas de la jefa. Simón Mendiño se parecía a Woody Allen con algún kilo menos, alguna dioptría más y el pelo pajizo. Un fumador compulsivo de caladas ansiosas, de las que calientan el cigarrillo y dejan en el cenicero colillas requemadas.
Los vecinos de Moré escucharon el estampido de la escopeta. Algunos, como el Amores, salieron al pasillo, otros se asomaron a la ventana. Vieron la moto salir del garaje y perderse calle arriba. Lifante, el inspector, no sacó nada en claro, ningún distintivo, nada llamativo. Una motocicleta corriente, ropa oscura, casco azul, una marca de ruedas en el garaje. El forense apunta que quien apretó el gatillo era, casi con toda seguridad, un poco más alto que la víctima. Munición corriente de caza. Nada más.
La policía quiso hablar con Tonia. La citaron por teléfono en la comisaría de Vía Laietana, donde estuvieron detenidos Vázquez Montalbán y Anna Sallés en 1962. Llegó tarde por la lluvia y la desgana. Lifante esperaba impaciente, a medio enfadar. La invitó a sentarse y a un café de máquina. Estaba al tanto del empeño de Carmen Balcells en buscar a Carvalho. Él mismo había detenido al detective por asesinato. Un crimen pasional, venganza. Lo que había detrás, una novela entera en la que el inspector había participado,“El hombre de mi vida”, no le interesaba.
Si Lifante aseguraba haber encarcelado a Carvalho, Tonia no entendía las dudas sobre su existencia. El policía se lo aclaró:
—No hay ni un papel oficial a nombre de José Carvalho, ni Larios ni Tourón. No hay partida de nacimiento, libro de familia o DNI. Ha vivido siempre con documentación falsa. Legalmente no existe. Eso es problema de ustedes que lo están buscando y de la interpol. El mío se llama Vicent Moré, su compañero. ¿Desde cuándo lo conocía?
Tonia contestó a la vez que apartaba el vaso de plástico. No pensaba probar el café. Agradeció que no la tuteara.
— Hace tres años, me lo presentó Carmen Balcells.
El inspector la radiografió a la vez que bebía de su taza. La mirada parecía incluir una valoración poco relacionada con el caso. Se sentó de refilón en la parte delantera de la mesa.
—¿Cual era la tarea de Moré?
—Se ocupaba de papeles relacionados con derechos de autor hasta que le encargaron buscar a Carvalho.
—¿Sabe algo de su vida privada?
—No. Sé que tenía una hermana y vivía solo.
Lifante esperó en silencio unos segundos un añadido, un comentario. No lo hubo.
—¿Le habló de algo que le preocupara?
—La enfermedad de su hermana. No hablábamos mucho, le conocía muy superficialmente.
Tonia, lacónica y precisa, no se iba por las ramas, no hacía suposiciones ni valoraciones.
—¿Tenía enemigos?
—Ni idea. Que yo conozca, no.
—Cuando empezaron a buscar a Carvalho ¿Qué hacía usted?
—Al principio traducir en las reuniones con autores extranjeros. Luego la jefa me puso al servicio de Moré.
El inspector paseó la mirada sobre ella con alguna detención impertinente. Tonia arrugó el entrecejo. Dijo en griego un par de cosas intraducibles antes de fijarse en el reloj colgado en la pared y levantarse de la silla. Lifante no se inmutó.
—¿Pasó algo raro en alguna de esas reuniones?
—Un comisario. Interrumpió una comida de trabajo con Kostas Jaritos y Salvo Montalbano.
—¿Recuerda su nombre?
—Sí. Salmorejo.
Lifante pestañeó y titubeó antes de retomar las preguntas.
—¿Estaba al corriente de la cita de Moré en el Palace?
—No, no me dijo nada. ¿Puedo irme ya? tengo prisa.
Lifante la despidió con frialdad y se quedó primero pensativo y luego desconcertado mirando por la ventana. Vio salir a Tonia Calógero de la comisaría como si huyera. Se cruzó con alguien. No podía ser. Era. Se acercaba a paso lento con las manos enlazadas en la espalda, el puro en la boca y un periódico en el bolsillo de la gabardina. Méndez.
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