Siguiendo a Maruja
Fernando se ahuecó el pelo. Sesenta, pero aparento cincuenta. Un caballero maduro interesante, desde el gris templado que coronaba su noble cabeza hasta los mocasines de rebajas de Hugo Boss, de un marrón que se ajustaba al color del jersey de cuello alto pero no ceñido, un poco nórdico. El tino de su elección de personaje le obligó a sonreír. Esta vez no tendría que viajar a Madrid para cumplir con su trabajo. En su propia ciudad. Menuda suerte. Fernando (Fer Navas en su tarjeta profesional), salió de casa con ganas de aventura.
A poca distancia, cerca de la catedral, Marga Santos, que era Marga Santos en todas partes, para las amistades y también cuando se buscaba la vida, se roció de un culo de frasco Chance de Chanel que guardaba para ocasiones como ésta, se envolvió en un chal gris de lana buena, se atusó la media melena oscura y se dispuso a salir. Ay, casi me olvido, se llevó la mano a la boca. Sacó la navaja automática del cajón de la mesilla de noche y la metió en el bolso, una buena imitación de Prada.
La larga cola de figurantes desfilaba con rapidez hacia el interior del auditorio, gracias al eficaz trabajo de dos jóvenes ayudantes que les pastoreaban con cariño y les conducían a sus respectivos asientos, después de que maquillaje y peluquería les sometieran a su aprobación. Uno de los guías, un chico de rostro risueño y pelo rizado señaló a Fer y a Marga, separados por media docena de extras:
-Vosotros, ¡sí, la del chal y el de beige!, os sentáis en primera fila a la izquierda, junto al pasillo central. Dais como pareja de clase media que ni pintados. Hablad un poco entre vosotros, para entrar en calor.
El becario sin sueldo de diseño y comunicación se equivocó, un error achacable a la juventud o a su daltonismo sociológico. Ni Fer ni Marga eran de clase media. Los elegidos ocuparon las butacas. Repasaron el repertorio de educación homologable hasta que un runrún anunció la llegada del célebre presentador. La estrella del canal 7 se había convertido en escritor bajo palabra de honor. No quería desaprovechar ninguna fuente de ingresos. Saludó estrechando manos por el pasillo, envuelto en la nube de fama que le había llevado a ser premiado, otra vez, por el extraordinario talento derrochado a la hora de insultar a sus enemigos.
La diputación hacía campaña con un hijo predilecto en el viejo teatro recién renovado. Las más importantes empresas de la provincia patrocinaban el acto y su retransmisión. El anuncio de un banco arrancó el directo.
Marga Santos buscó el móvil en el bolso y lo silenció. No quería llamar la atención si alguien decidía que era buen momento para vender algo. Las introducciones se alargaron sin piedad. El primer interviniente de la mesa fue el presidente de la diputación, traje gris ceniciento, oratoria gris humo y gracia gris marengo.
A Fernando, una vez identificado el perfume de Marga, le entraron ganas de fumar. Sustituyó el deseo de salir por un caramelo de limón. Dos monosabios repitieron las coartadas enmascaradoras del hombre gris algo más cargadas de bombo. Hubo, al fin, aplausos provocados por un letrero y llegó el turno del protagonista. Su discurso, un monumento al lugarcomunismo, al principio decayó y al final fermentó en un cuajo de agradecimientos hipócritas.
El público suplantando al pueblo, en caso de que exista tal categoría, aplaudía de pie. Se mostró colaborador como esperaban los gestores culturales. Llegaba el momento de actuar. Marga se situó en la cola que subía al escenario para la firma de los libros, puestos a la venta en el vestíbulo. Con una sonrisa renacentista y gesto de arrobo puso el volumen sobre la mesa mientras expresaba admiración a la eminencia. El interpelado abrió el libro condescendiente y se dispuso a firmar la página de cortesía. Había algo escrito: “Paga lo que debes mamarracho o está noche tendrán los periódicos fotos tuyas de juzgado de guardia”. El sujeto cambió de color al reconocer la firma. Pasó de un maquillado color melocotón al blanco mate. Marga le quitó el libro de las manos, le guiñó un ojo mientras elogiaba con fervor toda su carrera y guardó en el bolso el éxito editorial de la temporada: “La cultura del éxito”. Detrás iba Fer. Su ejemplar también tenía mensaje: “A las diez en el Café Oriental. Aparca el Porsche en el parking de al lado. Lleva doscientos mil pavos envueltos en papel de regalo. No hagas el payaso”. En voz alta, Fer llamó la atención de la fila. Dedícaselo a mi vecino Paco. Yo me voy a Ucrania antes que leer un libro tuyo.
Marga Santos y Fer se conocieron en el Café Oriental, en los bajos del hotel América, cuando el tiempo de las cerezas era una referencia anarquista a la Comuna de París. En su día puerto de marinos mercantes, faro de noches largas, sirve hoy desayunos a oficinistas y meriendas a señoras. Pidieron dos cortados a Matías, el eterno camarero poeta, y reanudaron la discusión. Las diez menos cuarto. Eres un cabrón, Fer, sigues igual. A ti te veo mejor, niña. Fuiste tú la que me dejaste tirado en Hamburgo. Mucho tardé, gilipollas. Han cambiado la decoración, la última vez que vinimos había un piano. Matías está igual. ¿Vamos a cenar a Casa Federico? No. Solo quiero perderte de vista, llegar a casa y meterme en la bañera.
A la hora en punto entró el presunto escritor con un paquete. Unos pocos clientes giraron las cabezas. Primó la contención y salvo algún gesto de sorpresa, nadie interrumpió el paseíllo hasta la mesa de la pareja. Fer señaló la silla de diseño. Hola, idiota. Pide algo fuerte, te va a hacer falta. Marga Santos no quiso esperar. Abrió el paquete con parsimonia. Retiró la tapa de la caja y comprobó el contenido. Eligió un fajo, lo guardó en el bolso haciendo pantalla con la caja y fue al servicio. Fer hizo un chiste a Matías sobre los sonetos de Góngora e insistió en el desprecio al comunicador. ¿No te da vergüenza ser tan asqueroso? No abras la boca, sé lo que vas a decir. Que cómo sabes que no volveremos a llamarte. No te preocupes, somos profesionales. Bébete eso rápido. En cuanto venga mi compañera y dé el visto bueno pagas todo, te vas al coche y esperas allí. No, no te doy las fotos, podría tener copias imbécil. Marga Santos paró en la barra al volver y pidió dos cervezas. La señal. Vete, cretino. La clientela observó la salida de la celebridad arrastrando los pies. Marga Santos se sentó y bebió la mitad de su cerveza de un trago. Todo correcto, billetes nuevos de cien y de cincuenta. Fer conocía bien el Café Oriental, ya se ha dicho, y a Matías, que esa noche ganó mil euros extras. Solo había tenido que dejar abierta la puerta de atrás, en la cocina, junto a los servicios. Fer salió por ella mientras Marga Santos pedía champán. Tardó cuatro minutos en cruzar el callejón, entrar en el aparcamiento, pedir al triunfador que bajara la ventanilla, estrangularlo con las manos limpias, volver al café, echar en el servicio una larga meada, ahuecarse el pelo y llegar a tiempo de escuchar el taponazo de Matías, con el champán francés en la mano. Fer propuso un brindis. Tengo prisa, chaval, déjate de numeritos y vámonos, me provocas dolor de cabeza. Por nosotros. Una mierda, es la última vez. No quiero volver a verte. Se llevó la mano a la boca. Ay, casi me olvido. Espera, tengo un capricho. Marga Santos utilizó la misma puerta que Fer. Se acercó al parking, colocó las fotos en el bolsillo del cadáver, sacó la navaja del bolso y pinchó las cuatro ruedas del Porsche. Al volver se atusó la melena y apuró la última copa. Había cometido un error. No había rastro de Fer, ni de la pasta.
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