Extraños en un andén

 

  No tenía billete. La echaron del tren a empujones en Venta de Baños, un miércoles a las tres de la mañana. Helaba, años setenta, gris ceniza. En un banco del andén la brasa de un cigarro iluminó media cara y unas gafas oscuras. Vicente iba cada madrugada a escuchar pasar los trenes. Ciego de nacimiento, insomne, vivía de oído y de tocar el acordeón en sesiones interminables de fiestas más o menos patronales. Te llamas Penélope. No. Sí. Para mi todas las mujeres solas en una estación se llaman Penélope. No. Dame un pitillo. Penélope esperaba. Yo me llamo Federica y acabo de llegar. Ya. He oído los gritos. Insultas muy bien. Ten cuidado, seguimos en tiempo de silencio. No tienes tabaco, ni fuego, ni dinero, ni equipaje. Eres de la montaña y vas hacia el sur. Te hará falta algo caliente, la cantina está abierta. Tienes para elegir suizos, magdalenas o sobaos. No pienses mal, soy un viejo inofensivo. Ya me invitarás tú otro día. No, gracias. Me vale con el fumeque. Lo estoy dejando, es una mierda el tabaco. ¿Y tú que haces aquí? ¿A quien esperas? A los trenes. Escucho el ritmo, les pongo música en mi cabeza. Ya casi no quedan trenes de vapor. Suenan a blues, a síncopa. Los de mercancías van con locomotoras diésel, el ritmo es más constante. Los eléctricos zumban. 

 Federica sacó una armónica del bolsillo. Sopló suave, como saludando, y Vicente se tensó como un gato maula. El instrumento ronroneó y arrancó una melodía de funeral. El acordeonista desarmado incorporó un vaivén de tronco y cabeza que terminaba con un golpe seco del bastón en el suelo, marcando las partes fuertes. Federica se ajustó a ese ritmo perfecto, entrando y saliendo a tiempo, a contratiempo, a destiempo y a descontratiempo. Vicente sacó de la garganta un contrabajo que caminaba como una sombra junto a las vías. Doce compases después llegó el expreso de las cuatro. Del vagón de primera bajó un joven oficial de uniforme, con maletín y cara de sueño. Tenía quince minutos para comer un pincho de tortilla y beber un vaso de vino. Unos pocos viajeros más aprovecharon la parada para echar el humo que ya no cabía en los vagones, hubo ruido de mecheros. Vicente susurró; un, dos, un, dos, tres y...Federica se dejó caer con un bufido disonante. A un volumen discreto enhebró una frase, una pregunta. Los fumadores giraron sus cabezas hacia la música. Vicente percutió el suelo y respondió a la armónica con la voz más grave que encontró en el estómago. El oficial no llegó a entrar en la cantina. Se paró en seco y se dirigió a los músicos. Cuando los tuvo delante abrió el maletín. Muy despacio, a la vez que escuchaba, sacó unas piezas de madera negra y montó un clarinete. Afinó la primera nota, larga y densa, como una tarjeta de presentación. Puso acentos respetuosos pidiendo permiso. Contrapunteó con delicadeza. La armónica soplaba los intraducibles recuerdos carcelarios de Federica, Vicente ponía todo su conocimiento del martirologio en el compás, el militar desminaba la música de cuartel balanceando sus frases. En algunos vagones habían abierto las ventanas desafiando al frío. Los altavoces anunciaron la inminente salida del expreso y el clarinete hizo una escala cromática diabólica descendiendo al registro más grave a toda velocidad. La despedida del músico militar fue urgente. Apretó la mano de Vicente con devoción laica. A Federica la estudió de arriba abajo. El oficial tenía un billete de cien pavos en el bolso. Calculó que a la chica le vendría bien. No se atrevió a dárselo. Hizo un saludo militar, dio media vuelta y volvió al vagón. Los fumadores pisaron las colillas, el tren se los tragó. El factor agitó la bandera y el expreso siguió su camino mesetario hacia Gijón, el mar. 


 Toma, hija, fuma, te lo has ganado. Ya lo dejarás en otro momento. Muy bonito eso que tocabas. Y usted muy fino con el bajo ¿Ha cantado en un coro? ¿Ahora me tratas de usted? Anda, tira, que te vas a tomar un café con leche y algo pa mojar. No digas que no que me enfado. En un rato viene a buscarme mi mujer. Sale de trabajar a las seis de la mañana, aquí al lado. Si le cuento que te han echao del tren, que estás a la última pregunta y que no te he invitao por lo menos a un café, duermo en el pasillo. El clarinete es un instrumento muy serio. El viento madera tiene un no se qué. Churros no tienen. Los sobaos son buenos. Lo que tienen son los últimos borrachos de la noche. Algunos alcohólicos, otros presuntos filósofos, la mayoría náufragos, casi todos pelagatos. La gente bien no se emborracha en la estación de un pueblo. Silencio en la cantina. Una cucharilla saluda por la derecha. Unos pies arrastrados se dirigen a la salida por la espalda. La cisterna al fondo, llama la atención. Cazalla y voz, todo en uno, grita el Maninas al salir del servicio ajustándose el cinturón. Ciego, cabrón ¿de dónde has sacao a la chavala? 

 Suele amanecer, mal que bien, en el Cerrato, en Castilla o en Vietnam. Las tórtolas, urracas y alcaravanes, solas o en bandas, se conciertan o desconciertan siguiendo vuelos geométricos y necesarios. Los pájaros de la cantina levantan el vuelo mohínos con perdigones en las alas. Federica y Vicente respiran la intemperie sin filtro. Un taxista ronca sobre el volante. Un guardia tose mirando al horizonte. Espera hija, no te vayas, qué prisa tienes. Charo está al caer. Vendrá de mal humor pero enseguida se le pasa. Su padre era ciego como yo y tocaba por los pueblos desde los diez años. Trabaja en correos y se pasa las noches cantando bajito mientras clasifica cartas. Sabe un millón de canciones y distingue de qué pueblo es cada uno por la manera de redoblar el tambor, el rasgueo de la guitarra o la letra de la copla. Con un pandero hace bailar hasta a los más sosos de la comarca. No, Vicente. Me tengo que ir. Me esperan. No sé donde, ni quien. Haré dedo en la carretera. Un día volveré. Le debo una. En las noches malas pensaré que está sentado en el andén, sin esperar a nadie, poniendo música a los trenes y la armónica sonará mejor. Dígale a Charo que antes o después nos conoceremos, haremos fiesta. Cuídese. Toma niña, llévate el tabaco. Y no fumes.

 Pájaros, gorjeos, llamadas, cadencias. Ornitología, jazz. Lo escuchó cada amanecer desde la litera hasta que empezaban las voces de los funcionarios. Entre el relente y un ventarrón, llega a la tira de asfalto. Algún chopo. Coches y camiones, motores terminales, la guardia civil. Tiempo quieto. Dos cigarros después, una mujer para en una furgoneta vieja, cargada de cajas. ¿Dónde vas? No sé, al sur. Sube, voy a Lisboa. ¿Te viene bien? No tengo pasaporte. No te preocupes, yo tampoco. Si quieres te puedes quedar en Ciudad Rodrigo. Vaya frío ¿eh? ¿Has desayunado? Yo no. Pararemos pronto a tomar algo. Así que al sur. Pues vámonos. Duerme un rato si quieres, tienes cara de cansada. El sueño, el horizonte desvanecido, el calor del motor, una nana que la traslada al país de los pájaros. Siente la puerta al cerrar despacio. ¿Cuanto tiempo ha pasado? ¿Segundos, décadas? Cincuenta kilómetros. Toma, un riche de queso con miel y agua. Abrir los ojos, el estómago, la ventanilla, respirar, orientarse. Te tienes que alimentar bien para tocar la armónica como tiene que ser. Eso de que los artistas tengan que pasar hambre es una tontería bien gorda. No te preocupes, no soy bruja. Soy Charo. Vicente me contó que estabas tirada en la carretera y eso no se puede consentir. Has tenido suerte, mañana no trabajo. Y quiero ir a Lisboa, se han sublevado los portugueses. Todo empezó con una canción por la radio. Mira, el Duero, también va a Portugal. Federica se deja llevar por la corriente, por las rayas de la carretera, por la promesa de abriles propicios. Ni ambiciones, ni deseos. Solo una brújula sentimental, una huida y una memoria sonora que elimina chirridos, estruendos, cerrojos, golpes y gritos. Vuelve la nana, el balanceo de una mecedora, el barquito de vapor imaginario navegando contracorriente por un rio que no es navegable, las ganas de cantar. De algo tendrás que vivir en Lisboa si te quedas. Yo me vuelvo mañana. Mañana, futuro inmediato, sobrevivir. Se me dan bien las flores, cocinar, limpiar pescado y cuidar cabras. Con eso puedes ir al fin del mundo. Tarde o temprano tendrás que parar. Canta algo. Charo marcó la clave tamborileando los dedos sobre el volante. Federica reconoció el son. Tac, tac, tac...tac, tac. Tac, tac, tac...tac, tac. Se le puso el alma contenta e improvisó una estrofa con trigo verde, rebaños, palomares y mujeres con pañuelos negros. Robó una frase popular para el estribillo, Castellano, que bueno baila usted. Charo se quedó repitiendo el coro para que Federica soneara a gusto, retratando los campos que se movían alrededor a cien kilómetros por hora. Ahí, na más. ¿Dónde has aprendido eso? Mi madre cantaba en el coro del pueblo, mi padre en una orquesta de prao. No me gusta la farándula. Me gusta cantar. Contar. Tocar. No me gustan las penas, ni los lutos. Como son inevitables, canto y toco para ahuyentar los demonios. Estamos llegando a la raya. Estás a tiempo. ¿Quieres cruzar al Portugal revolucionario o te quedas aquí? ¿Te gusta el fado? Es como un blues de puerto, marinero y pescador. En los muelles desembarcan canciones de todos los continentes. Lisboa es más antigua que Roma. Por eso la elegí para ti. Podría llevarte al Cádiz trimilenario, o a Tánger, pero no me daría tiempo a volver a trabajar. Tú decides. ¿Qué hay en las cajas? Bragas, calzoncillos, calcetines, medias y camisetas. Cuando crucemos paramos a comer bacalao. Toca buscar algún camino de pastores o contrabandistas. He traído mapa. Hay más de mil kilómetros de frontera, algún hueco habrá. Si nos paran diremos que nos hemos perdido. Se me da muy bien hacerme la tonta.

No fue difícil. Siguieron el mapa, buscaron el humo visible de las cocinas. A la tercera ida y vuelta, ensayo y error, apareció una pista de tierra primero, una trocha estrecha después. Detrás de un monte de escobas y cardos, un regato y una aldea. Portugal. Charo llamó a la puerta de una casa humilde de piedra y pizarra con una caja en las manos. Federica siguió órdenes y esperó en la furgoneta. Protestaba una burra atada a una higuera. En unos minutos la familia, el matrimonio y dos hijos, descargaron la furgoneta, llenaron la cuadra con las cajas e invitaron a las extranjeras a almorzar un caldo verde calentito. Hicieron buen negocio, estaban contentos. Charo vendió la mercancía barata. Necesitaba escudos para echar gasolina y no dejar a Federica en Lisboa con una mano delante y otra detrás. Ya se arreglaría con el vecino que le prestó la furgoneta. Cogieron la carretera general con mil escudos en el bolso y pidieron bacalao en Coimbra. Las calles estaban llenas de estudiantes celebrando la caída del régimen. El último tirón del viaje flotaron entre gentes felices, cláxones eufóricos, pueblos y ciudades alegres. Lisboa era una fiesta. 

En el Rossio no cabía un alma, el tranvía se abría paso como podía. En los barrios populares llenaron los balcones de sábanas blancas y claveles. Las callejuelas, las escaleras de Alfama y Mouraira, estaban pletóricas de reivindicaciones sobre libertades y viviendas para todos. Bullían por las esquinas serenatas, guitarras, canciones y soldados vitoreados. Los jóvenes pintaban murales, las tabernas y las casas de fado estaban a reventar. Las recién llegadas se despidieron a las risas tomando un vino, hipnotizadas por el ambiente general. No se habían visto en otra. Federica se quedó en una pensión, la recibieron con cariño. Charo tenía que conducir muchas horas para volver a Venta de Baños. Algunas veces, en algunos sitios, el tiempo no pasa. Otras va muy deprisa.


 A finales del setenta y cinco Federica se presentó sin avisar en la estación de Venta de Baños con un muchacho portugués, Fernando, dos botellas de Oporto y una de champán. Habría fiesta y celebración, lo había prometido. Vicente envuelto en una bufanda reconoció su voz. ¿Qué, maestro, cómo va la noche? Joder. La reina del Misisipi. Traes compañía. Encantado. A la emigrante le iba bien. Después de los primeros meses en una conservera, su pellizquito de saudade y algunas soledades, había conseguido trabajo en el Hot Club de Lisboa, una bodega en la plaza de la Alegría por donde pasaban músicos de todo el mundo. Conoció a Fernando en el tranvía, era el conductor. La dejó viajar sin billete las primeras semanas. Vivían en Graça, la colina más alta de Lisboa. Charo, desatada al tercer vino por la visita inesperada y por el esperado hecho biológico, la muerte del general, levantó el vaso y brindó con la compañía. Vicente desenfundó el acordeón y tocó feliz, encendido con luz de Oporto, una catarata de porvenires. Se sumaron como pudieron voces, vecinos, botellas de anís, golpes en la mesa, jaleo. Se armó la de dios. 


 Quince años después, 1990, Federica volvió sola. Enterraban a Vicente. Había dejado por escrito el repertorio que debía sonar en el velatorio. En el tanatorio torcieron el morro porque era todo rumba y samba, pero tragaron. A Vicente se le paró el corazón con el cigarro en la boca, sentado en la estación. Tardaron en darse cuenta. El Maninas harto de vino, salía de la taberna congestionado. Lo vio en su sitio más tarde de lo habitual y pegó un bocinazo. Ciego, hijoputa, que se te va a hacer tarde para tocarte los cojones. Le extrañó que no se inmutara y se acercó. Puso la manaza en su hombro y Vicente rodó por el suelo del andén. Nunca, nadie, había visto llorar al Maninas.


 Se juntaron muchas músicas y muchos músicos en la despedida. Hubo vino, queso, aguardiente y pastas. No hubo ceremonia religiosa. Después de las rumbas y la samba, cantó Charo sola, a pelo, por martinetes. Al terminar, para romper el silencio atravesao en las gargantas, unas palmas sordas salieron por tangos. Una trompeta atravesó los campos de amapolas y llegó a la luna. Se sentó al piano un maestro, soltó los dedos después de un buchito y tocó gloria bendita. Con la bulla se animó el trombón. Puso los caballos a cruzar al galope los valles más agrestes del Kurdistán, cavó tesoros, y fundó un imperio. La tuba cogió aire en remotos arrecifes de coral y tocó fondo en la fosa de las Marianas. Bajaron todos el volumen, el brío y el ritmo, incluidos los tarumbas de los tambores, cajas, bombos, bongos y timbales. Entraba el fuelle lastimero del acordeón. El Hohner de Vicente en manos del Tío Petaca. Entraba la hinchada de la bombonera, los Alpes, los gitanos de Sarajevo, las fiestas de Boñar. Entraba el metro de Moscú y el barrio latino de París. Una violinista levitó arpegiando caviar del Volga y el arco del chelo frotó magia húngara. En eso Federica sacó la armónica. Y no hubo más palabras. La juerga y el baile duraron hasta el amanecer. El vino se acabó. Federica cogió el expreso de la seis. 


 Tenía billete. Un operario la ayudó a bajar el equipaje en Alicante, un sábado templado a las once de la mañana en abril de 2006. En la puerta de la estación, a la sombra del viejo ficus, respiró el mar, intuyó el vaivén pausado de las olas a escasos doscientos metros y apoyada en el bastón, leyó una cartelito con su nombre. Lo sujetaba un joven de la productora con gesto protocolario y un cigarrillo en la oreja. José Daniel iba cada mañana a recoger a quien tocara y llevarlo al hotel. Por las tardes hacía lo mismo en el aeropuerto. Embustero de nacimiento, por parte de padre según su madre, dormilón y vacileta, vivía al día y quería dar la vuelta al mundo. Chapurreaba varios idiomas. De vez en cuando echaba un cable en el bar familiar. Hola ¿Federica Serrano? Sí. La conozco. En la escuela de música tocamos una canción suya, esa de los pájaros en Lisboa. ¿Qué tocas? La guitarra, pero soy muy malo. ¿Por qué? ¿Pegas a los animales? No, con la guitarra. ¿Pegas a los animales con la guitarra? ...Ah, que se está quedando conmigo. Sí, un poco. Si tienes tiempo te invito a una horchata y unos fartons en el Azul. Eso para mí, tú pide lo que quieras. No pienses mal, soy inofensiva. Pues me pido una casa en Asturias con huerta y caballos. Hecho. Venga, arranca. Federica sacó la armónica del bolsillo mirando por la ventanilla, buscó la playa y se transportó a una infancia nevada en el valle de Aller. Sopló un aliento del puerto, minero y silicótico. Notas húmedas con niebla. José Daniel la miró por el retrovisor y tiró un guiñó. De la nada sonó un tambor tenso. Un ritmo constante, electrónico. Aparecieron platillos y bombos. En medio de un silencio de Federica un roncón puso base a la gaita. Todo salía de la boca de José Daniel. Llevaba el ritmo con la cabeza. Lo llaman beatbox. A Federica le atropelló un mundo industrial, castilletes, lavaderos, jaulas, colominas de las barriadas obreras rodeadas de monte, humo y mil verdes distintos. La armónica residente planeaba como una rapaz sobre el Picu Moros. Seguía el río negro guiando al visitante curioso que señalaba rincones con redobles o preguntaba con cortes. Les adelantó la sirena de una ambulancia y Jose Daniel aceleró. Rapeó versos frenéticos improvisados que Federica subrayaba a golpe de intuición y calle. El sonido de un semáforo en rojo marcó el final. Cruzó un ciego. José Daniel sonreía sin dejar de bailar al volante. Federica tardó en articular palabra. Mamina.

Comentarios

Pasó

Amable, el solitario.