Por la patria
Mataron a Ramón, el taxista, una noche de perros rabiosos, cuando quiso cobrar por adelantado una carrera de más de cien kilómetros. Sentado a su espalda dentro del vehículo Francisco Seco, diecinueve años, intentó estrangularlo con un pañuelo militar. Mientras forcejeaba, incapaz de vencer la resistencia de Ramón, cruzó su mirada con dos fotos pegadas en el salpicadero, un niño sonriente y una mujer en la playa. Desde el asiento del copiloto “el Murciano”, menor de edad, clavó una sucesión histérica de navajazos en el cuello de Ramón.
Cuando sacaron el cuerpo ensangrentado del coche, el padre de Rodri, mi compañero de pupitre en la escuela, todavía respiraba. Para rematarlo le pasaron tres veces por encima con el taxi. Entre tropezones, barro y faltosadas, consiguieron meter el cadáver en el maletero.
Sin carnet condujeron torpes, haciendo eses y pegando acelerones absurdos, por carreteras secundarias. Su destino; el solitario chalet del tío de Francisco Seco, un militar retirado con una colección de armas expuesta en una vitrina sobre la chimenea. Escogieron dos relucientes pistolas de fabricación española, cargadas y engrasadas. En el mueble bar encontraron una botella de ginebra inglesa y en el armario metálico del garaje munición. Dejaron huellas por toda la casa, vasos usados encima de la mesa de madera y colillas de Fortuna en un cenicero de plata.
En la primera gasolinera desierta que se toparon al volver llenaron el depósito y acribillaron al empleado sin mediar palabra. Doce disparos, trescientos euros. Abandonaron taxi y taxista en un camino y llamaron al jefe desde un club de carretera al que llegaron andando. El jefe, de veinte años y apellidos sonoros no podía ir a buscarlos, enviaría a alguien. El Cuervo llegó dos horas después. Los recogió borrachos con los bolsos vacíos.
Al día siguiente los periódicos publicaron las noticias de los asesinatos sin relacionarlos. En un pub de confianza del centro se reunieron los cinco miembros de lo que llamaban ejército. Acordaron, después de leer los titulares y brindar eufóricos con cubalibres de ron añejo, quemar esa misma noche la sede de un partido político.
El Murciano se presentó animoso a la cita con dos cócteles molotov en la mochila. Los arrojaron a la fachada del viejo edificio desde una Vespa y huyeron hacia su habitual zona de copas muy concurrida a esas horas por adolescentes. En los bares enseñaron a las chicas más próximas las pistolas robadas y miraron desafiantes a los demás.
Los bomberos encontraron dos cuerpos en el piso superior del local incendiado, una pareja de ancianos asfixiados por el humo.
El jefe comulgó pronto por la mañana. Después de desayunar en la cafetería de la urbanización fue al campo de tiro hasta la hora del vermú. Comió con la familia en Casa Herminio. Pidió lo mismo que su padre, almejas a la marinera con el blanco correspondiente y lechazo acompañado de tinto de la tierra, gran reserva. Por la tarde se quedó vigilando, sin salir del coche, con las ray-ban puestas y el cuello de la Burberry subido, desde la esquina más lejana. Francisco Seco, el Murciano, el Cuervo y Velasco de los Madroños, dispararon a ciegas desde la calle al interior de un bar frecuentado por lo que llamaban escoria. Cuatro heridos, uno de ellos muy grave.
Rodri no abrió la boca en el entierro de su padre. Algunas manos apretaron la suya y mantuvo la mirada alucinada clavada en el ataúd barato. La familia solía ir los domingos al pueblo de Milagritos, su madre, a treinta kilómetros de la capital. Pasaba la tarde comiendo pipas en la plaza con los chavales de su edad, o jugando al frontón contra la pared de la iglesia, mientras su padre echaba la partida de dominó en el bar. Su madre limpiaba la casa y dejaba al abuelo la comida hecha para toda la semana.
En la escuela mirábamos de reojo a Rodri sin saber qué decir o hacer. El burro de Ginés dijo en voz alta que, en vez de al de Rodri, ya podían haber matado al cabrón de su padre, por moler a palos a su madre todos los días. En el recreo Rodri no quiso jugar a civiles y ladrones, ni a churro-mediamanga-mangotero, ni al balón, ni a nada. Se sentó solo al lado de la portería rota.
Las chicas salían al patio a otra hora para evitar que los búfalos nos mezcláramos con ellas y confundiésemos libertad con libertinaje. Alguna se había dejado la carpeta y el estuche en el suelo. Por la foto de un cantante pegada con celo a la carpeta, supimos que era de Yoli, la de quinto B. Yoli decía que Rodri era su novio, aunque él no lo supiera. Le había escrito una carta de hamor con hache, un hamor mudo, en la que intentaba alguna forma de consuelo. A todos nos extrañó que, cuando Rodri terminó de leer, Pelayo, el repetidor, se le acercara respetuoso, le pasara la mano por el hombro y le hablara al oído, sin gesticular, durante un par de minutos.
Francisco Seco y el Murciano, que ni era murciano ni se sabía porqué le llamaban así, debían huir, esconderse. El jefe les explicó que la cosa estaba fea. Había oído comentar a su padre, el notario, en sus charlas de café con el comisario Cifuentes, que acababan de llegar de Madrid policías jóvenes con ínfulas y ganas de ascender. Consideraban esos advenedizos que los inspectores locales no estaban haciendo bien su trabajo y tenían prisa por saber qué estaba pasando en la ciudad. Les informó de que una revista muy popular al servicio del contubernio había publicado un reportaje calificado por su padre de mendaz, significase eso lo que significase. En algunas fotografías de actos públicos aparecían ellos rodeando a los dirigentes. Los perros del gobierno estaban metiendo la nariz en los círculos patrióticos. Tenían que desaparecer por una temporada y deshacerse de las armas. Él no podía, ni debía, por seguridad, ayudarles más allá de prestarles una pequeña cantidad, darles algunos consejos y poner a su disposición un Crysler a nombre de una empresa inexistente, con el que debían evitar estaciones de trenes y autobuses. Era mejor no mantener ningún contacto. Muy pronto tendrían alquilado un apartamento en el sur en el que esperarían órdenes. Si todo salía bien, en unos meses retomarían las actividades. Consideraba impagable el servicio que estaban haciendo a la nación y les explicó que más pronto que tarde, su sacrificio sería reconocido y recompensado.
Pelayo, el repetidor, y Rodri, compraron en el quiosco dos cigarrillos sueltos. Se fueron a fumar y a tirar piedras a la orilla del río. La hermana de Pelayo había oído contar en el Fragata, al Murciano y a Francisco Seco, cómo habían matado al padre de Rodri. Vió las negras pistolas con las que, según ellos, habían acribillado al trabajador de la gasolinera. Tenían que asegurarse, podía ser mentira. Fueron a buscar al Kilomierda.
El kilomierda revisaba las basuras y recogía chatarra con un carrito de mano y un arpón. Rodri le conocía bien, era del pueblo. Había sido marinero en tierra de campos y perseguía luminosos bancos de sardinas que brillaban por el monte a la luz de la luna. Cazaba las mentiras mejor que nadie, aunque volaran contra el viento. Andaba siempre cerca del río escuchando los rumores del mar lejanísimo que nunca conoció. Dijo que aquel año las mentiras venían bien alimentadas y eran gordas como focas. Las verdades estaban escuálidas, desnutridas. Toda la ciudad sabía que Francisco Seco y el llamado Murciano habían asesinado a dos trabajadores indefensos. Eso era una verdad más grande que el estadio de fútbol. Se conocían los detalles y sobraban las pruebas. Lo habían pregonado a los cuatro vientos. Se sentían seguros, protegidos por las palmadas en la espalda de los miembros más destacados de las familias. Pasearon el Crysler por las zonas concurridas, como si estuvieran de patrulla, con el brazo apoyado en la ventanilla. Los inspectores arrastrados desde Madrid por los primeros vientos democráticos intentaban atravesar la espesa niebla de la conspiración de silencio. Cosas de la provincias, sobre todo las medievales.
Al verlos pasar desafiantes por el barrio con el coche americano, Rodri supo que seguiría las indicaciones del Kilomierda. Se engominó el pelo frente al espejo. Se puso en la cazadora prestada una insignia militar y pegó una bandera en la correa del reloj. Fue a la famosa zona de copas y no tardó en cruzarse con los asesinos de su padre. Francisco Seco y el murciano celebraban con los habituales una fiesta de despedida en su local favorito. Habían sentido unas repentinas ganas incontrolables de conocer Argentina. Rodri se acercó a ellos para rendirles tributo y manifestarles su admiración. No tardó mucho en asegurarse de que llevaban las armas encima. Les sorprendió la seriedad del niño y a Francisco Seco la cara le resultó conocida. Su mirada transparente de culebra joven le produjo un inexplicable escalofrío.
El Kilomierda había aparcado enfrente del Fragata el taxi del padre de Rodri. Él cruzó la calle, se sentó a su lado y afirmó con la cabeza. El chatarrero cazador de mentiras metió la marcha atrás, pisó el acelerador y estampó con estruendo el culo del taxi en el flamante morro del crysler. A la carrera y dando voces el Murciano y Francisco Seco se acercaron amenazantes. El Kilomierda metió primera, aceleró, y salió de frente buscando el cruce para perderse en la autovía. Rodri vió como se subían al Crysler abollado y arrancaban el motor al segundo intento. El taxi culeó en la curva al enfilar el puente. El kilomierda se reía a carcajadas como un pirata borracho en un abordaje suicida. Encendió la radio apretando un botón entre las fotos de Rodri y su madre, pegadas al salpicadero. Pisó a fondo y rugieron a la vez el motor del taxi y la autopista al infierno de AC/DC. Detrás se estamparon, en la primera curva, los del crysler y el kilomierda tuvo que aflojar para no perderlos de vista. Cuando recuperaron la calzada y se acercaron por detrás ya iban echando humo. El kilomierda metió un frenazo e inmediatamente un volantazo para girar en redondo y los perseguidores se comieron una farola. Cuando quisieron retomar la persecución ya chirriaban las ruedas delanteras rozando con la chapa y sonaba cerca una sirena policial. El kilomierda enfiló sereno la recta aplastando el acelerador. Francisco Seco al volante del chrysler se sintió ganador, su coche era más potente, los alcanzaría. El murciano ya tenía la pistola en la mano. Rodri los veía acercarse por el retrovisor. El kilomierda dobló a la izquierda pasó por debajo de un arco y pegó un frenazo. El chrysler detrás. El murciano y Francisco Seco bajaron del coche todavía humeante. Al levantar la vista pudieron leer una leyenda en mayúsculas TODO POR LA PATRIA. Estaban, con las armas en la mano, en el cuartel de la guardia civil. Rodri no dijo nada. El kilomierda les llamó asesinos de mierda. Un sargento, el cabo de guardía y dos números los encañonaban. El notario y su hijo cenaron centollo.
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