La huertina de Etelvina
Baldomero se apeó de la burra al llegar al puerto un día de verano, justo en la raya, y miró la cordillera como hicieran las mujeres de La Braña en el mesolítico, los legionarios romanos al inicio de la era común, los paleocristianos mencionados por el cenobita Valerio del Bierzo a finales del bajo imperio, los espatarios de Witiza y los imazighen musulmanes en los siglos posteriores, todavía sin X, o como hacen ahora mismo les turistes del presente pluscuaimperfecto; entrecerrando los ojos y haciendo visera con la mano.
Cansado, con gases, inserto en el espectáculo geológico, zoológico y botánico, le rondaban la cabeza moscas a su libre albedrío y una nostalgia atiborrada por seis croquetas, seis, que comiera horas antes en una casa con muros de piedra, blasón, tejado a dos aguas y guisandera a los fogones con mano de santa laica. Había seguido a contracorriente el rio del olvido desde muy temprano, hasta llegar a los puentes, cruzado el valle de Caflor bajo un sol vertical, y remontado la collada, entre brezos y cerezos, ya con el hambre arañando el estómago. Le guió, y desvió del itinerario previsto por una trocha estrecha a los pies de Peña Verde, un aroma sutil a pan reciente. El camín moría en una huerta con los ajopuerros listos para recoger, unes fabes de mayo que daba gloria verles, calabacines a dolor y prunos, nogalas y manzanos, en flor. A la vera de un regato, junto a la huerta y una casa soleyera, la burra dijo so, aquí es, y Baldomero estuvo conforme. Una mocina con vara, tres vacas ratinas y un perrín pastor, bajaban por la era. Confundiole la guaja con un méndigo y ofreció ayuda, como es costumbre hacer en estos lugares apartados con peregrinos, maragatos, buhoneros, andarríos y desorientados. No tardó en aparecer en la corte al oír las voces, limpiándose las manos enharinadas con un trapo, quien resultó ser la madre. Se interesó la robusta mujer por la circunstancia de Baldomero y preguntó con curiosidad infantil por el contenido de la caja amarrada a lomos de la burra. Al saber que aquello era un acordeón y el desconocido músico ambulante de profesión, todo fueron parabienes. Llegaron alegres a un trato con apretón de manos, como los ganaderos mitológicos, e intercambiaron un pasodoble, Julio Romero de Torres, y un éxito del verano anterior, La Bikina, por dos buenos vasos de Prieto picudo, una rebanada generosa de pan de hogaza, huevos fritos con su pimentón y media docena de croquetas de setas y queso recién hechas. Bailaron paisana y fía las piezas con gracia montañesa, hubo a mayores un fandango, comió despacio Baldomero estupefacto por la besamel prodigiosa y se despidieron amistosamente a la hora de la siesta.
Pisó lo cimero del puerto con el regusto todavía intenso en el paladar y el vinillo animándole a silbar tonás. Oteaba los valles inquisitivo, como si no los conociera, varado en el tiempo, hasta que la burra se arrancó haciendo cálculos por su cuenta con el propósito de cenar en Los Fierros todavía de día, como solían, dormir atechados en Campomanes y llegar a casa la mañana siguiente. Baldomero montó en marcha reburdiando por las prisas y dejó ruta y velocidad al criterio del animal, mucho más resolutivo y pragmático que él en no importa qué circunstancia. A la primera revuelta del camino notó flojera y pegó, sin querer, un pigazu en el que croquetas antropomorfas bailaron a su alrededor un ritmo que le pareció argentino. Las croquetas confirmaron con voces perfectamente armonizadas, bajo, barítono, tenor, contralto, mezzosoprano y soprano, que aquello era, efectivamente, una chacarera. Experimentó el músico, no se sabe si dormido, despierto, o ni lo uno ni lo otro, una epifanía al escuchar, saliendo de un cabornu, una voz de madera que atribuyó, después de algunas conjeturas, a Atahualpa Yupanqui. Extrañose el maestro por la presencia, ahora corpórea, del poeta cantor y entabló diálogo con él bajo la fórmula de tesis, antítesis, síntesis, estribillo y vuelta a empezar. Desaparecieron polos artos y felechos las croquetas, acabado su número, afinó la guitarra Don Atahualpa y la burra prestó atención. Tratáronse asuntos líricos de rimas y metáforas, problemas filosóficos antiguos, cuitas íntimas y llegaron a la pregunta más veces formulada por todos los sabios que en el mundo han sido desde el amanecer de la humanidad; ¿Adónde dice usted que va?
Resueltos los términos de la peliaguda cuestión con una verdad, el consenso del tambor, y un qué sé yo, tomaron yerba mate, fumaron tabaco imaginario por no hacer gasto y Baldomero decidió en voz alta su futuro epitafio ceniciento: Marcho que tengo que marchar. La burra lo interpretó como un arre y después de despedirse cabeceando a la japonesa de quien dejó grabado “para el que mira sin ver, la tierra es tierra nomás”, retomó la senda hacia el fondo del valle sin esperar al burrero. El camino pindio, propicio para colombrones, aceleraba el trantrán del cuadrúpedo y el bípedo, más torpón, tardó en alcanzarlo un cuarto de versta, unos ciento cincuenta sazhen. Ese dato, sumado al interés repentino y sobrevenido por diseccionar ranas, hizo sospechar a Baldomero que se desplazaba por una novela rusa anterior a 1942, año en el que los soviéticos adoptaron el sistema métrico decimal. Las croquetas volvieron a su escenario mental vestidas con ropas coloridas, interpretando una danza suave del Volga bajo unos abedules. Hizo repaso el acordeonista de sus escasos conocimientos semióticos, regoldó sin encontrar clave ninguna para interpretar la aparición y decidió que aquello no venía a cuento. La burra paró en seco. Eso sí lo entendió Baldomero, ahí había un mensaje. Rascose el cogote para estimular la concentración y recapituló sin llegar a conclusión ninguna. Descabalgó y púsose frente por frente al animal, pidiendo explicaciones. La bestia lo miró comprensiva y desdeñosa. A trotecito lento se acercó a los abedules y olisqueó unos frailes boca abajo, aquilegia vulgaris, flores tóxicas entre azules y violetas que miran al suelo. Para subrayar el instante del encuentro las croquetas arremetieron con sus volatines cosacos un crescendo que acabó en un majestuoso chimpún. En el teatro Bolshói las elegantes acrobacias y la sincronía perfecta del punto final fuerte, habrían dado paso a los aplausos del público. Baldomero, pasmarote, no reaccionó. La burra, con paciencia de pedagogo y un leve movimiento de la testuz, insinuó al ballet de masas rebozadas y fritas la necesidad de un da capo, una repetición del fragmento. Aceptaron y reincidieron, de mala gana, las artistas. Esta vez un trueno de atrezo acentuó todavía más la última nota. Nada. Baldomero seguía entre Babia y la inopia. A la tercera, ya con fuegos artificiales, subtítulos y letreros de neón, cayó el acordeonista de rodillas iluminado, con los brazos abiertos mirando al cielo. Aleluya. Aleluya. Aleluya. Había comprendido.
Antes de salir de gira Etelvina le había repetido tres veces, tirando por lo bajo, que hiciera el favor de cogerle unos esquejes de esos frailes si los topaba por el monte. A mayores de su belleza son útiles. Las semillas maceradas en aceite repelen los parásitos que traen a nenos, gatos, conejos y otros animales, incluidos los burros, por la calle de la amargura.
En lo tocante a plantas Etelvina es integrista militante. Experimentar con semillas en el invernadero, palotear la tierra en el tiempo oportuno, podar frutales al compás de las fases lunares o escrutar cielo, nubes y señales de los pájaros para predecir vientos y lluvias, son sus mandamientos. No rehuye la modernidad y estudia detenidamente los avances técnicos en cualquier tipo de cultivo o cultura, que iguales son los dos conceptos etimológicamente hablando. La última misión en la huerta, después de los ensayos para aclimatar tomates siberianos a los valles mineros, fue consecuencia del vuelo orbital de un satélite, el Shijian-8, cargado con semillas variadas. La radiación cósmica, la nula gravedad o el cambio de campo magnético, eran para el profesor de la Academia de Ciencias china, Jiang Xincung, las posibles causas de alteraciones genéticas en un diez por ciento de las semillas enviadas al espacio que, como en el caso de Mongolia, haylo exterior e interior, según esté más o menos vacío y más o menos cerca, de las atmósferas de los cuerpos celestes. De esas semillas espaciales salieron, entre otros fenómenos, calabazas de treinta kilos, berenjenas de diez y pimientos descomunales. Etelvina pidió por correo unas cuantas.
La teniente Etelvina era consciente del peligro. Las vecinas le habían adjudicado el grado militar porque salía a trajinar la huerta con cascos para escuchar música o noticias, y no escuchaba las voces, ni los gritos. Producir monstruos vegetales con semillas astronautas, extrañas o extranjeras, podría alterar ecosistemas con consecuencias no previstas. Pensó en la historia, maestra del presente, y razonó que si hubieran tenido las mismas prevenciones en el largo siglo XVI no disfrutaríamos hoy del maíz, las patatas, los tomates o del cacao para el chocolate, palabras mayores, semillas todas ellas traídas de más allá de los mares. Si una de las principales aspiraciones humanas, concomitante al instinto de supervivencia, siempre ha sido alejar el horizonte de escasez, haber mantenencia y un futuro lo más plácido posible, por mucho que la ciencia ficción o las religiones de salvación se empeñen en pronosticar porvenires apocalípticos causadas por lo ajeno, lo cierto y verdad es que no existe avance civilizatorio posible sin el intercambio con el otro, sea el otro maya, austrohúngaro o selenita. Biólogos y bioquímicos estudiosos de la genética y el metabolismo de la Drosophila, la mosca del vinagre, llegan, a partir de tan pequeño insecto, a conclusiones que relacionan el origen de la vida con las consecuencias del azar y la necesidad. Afirman que la vida surge en la tierra por un accidente químico único e irrepetible, de probabilidad no ya baja, sino cero. Es decir, para entendernos, la vida, contemplada desde la ciencia, es una puta casualidad que nos lleva, mientras no se demuestre lo contrario, a dar por hecha “la soledad humana en la inmensidad insensible del universo”. Desde la mirada del artista, igual de válida, el sueño de la razón puede producir monstruos. Se imponía pues, la teniente Etelvina, máxima precaución y vigilancia exhaustiva de los productos resultantes del experimento, no vaya a ser que la ataque por sorpresa en el pasillo una lechuga gigante, se multiplique a velocidad desconocida y extermine a los sapiens. Acabar con la vida humana en el planeta no era una responsabilidad que estuviera dispuesta a llevar sobre sus espaldas, aunque, pensando en Baldomero, tampoco se perdería tanto a escala cósmica. Es más, no sería poco el metano que se ahorraría la atmósfera terrestre, tan pachucha desde la revolución industrial. Baldomero achacaba sus emisiones contaminantes al repollo, a los frijoles, a la ley de Boyle sobre los gases perfectos o a la mala combustión intestinal. La teniente Etelvina le recordaba la convención de Ginebra, se declaraba no combatiente y exigía un alto el fuego. Amenazaba el acordeonista con quitarse los calcetines, la teniente con sanciones y aislamiento, se buscaba intermediarios para negociar y se llegaba a acuerdos provisionales de coexistencia pacífica. Duraban hasta nuevos conflictos. Se sellaban los pactos, cuando los había, con sidra, empanada y revolcón de los que unos pican y otros no. En Times Square, Trafalgar, el Elíseo o el Kremlin, The Economist o Vanity Fair, no se daban por enterados, atentos en exclusiva, como estaban, a vestidos, cotizaciones, resultados deportivos o catástrofes naturales y electorales.
No arredró a Etelvina el riesgo de las semillas alienígenas y plantolas en condiciones óptimas de humedad, temperatura, tierra y calidad del cucho. Evitó distracciones eligiendo la temporada de fiestas para asegurarse que Baldomero andaba fuera dando la matraca por esos pocos pueblos que aún contrataban músicos de otras épocas para sus verbenas. Germinaron muy pronto. En un par de semanas, ya trasplantadas, los brotes medían dos palmos. Acabando junio cayó una tormenta y la teniente Etelvina vio crecer los tallos desde la ventana de la cocina. Embutióse deprisa el chubasquero, calzó las botas de agua y salió a contemplar de cerca el portento. En lo que duró la lluvia, unos diez minutos, las plantas crecieron un metro. Al volver a entrar en casa tenía dos certezas; estaba pingando y aquello no era ni medio normal. En unos días más tuvo que abrirse camino a fesoriazos en los bancales más hostiles para abrir claros en una vegetación ya de dimensiones amazónicas, que empezaba a alarmar al vecindario.
El día que la teniente Etelvina decidió arrancar la desbrozadora y enfrentarse a la masa verde que amenazaba tragarse la casa, el viento se levantó fuerte. Llenaba el depósito de gasoil de la máquina cuando escuchó silbar a Baldomero. Esperaba haber solucionado el desorden antes de su llegada para no soportar sus admoniciones. Distraído para variar, ni siquiera se fijó en la nueva selva. Acomodó la burra en la cuadra antes de saludar, y después se acercó a ella con el ramillete de frailes en la mano y una sonrisa bobalicona. En los últimos metros del acercamiento notó Etelvina, por la aceleración del paso, que se autopropulsaba. Dio Baldomero besos y buenos días, soltó un par de observaciones sobre el folclore latinoamericano, mencionó las sinergias y aduciendo necesidades perentorias se fue directo al váter dejando a la teniente con la palabra en la boca, la desbrozadora sin arrancar y las gafas protectoras puestas. Notó Etelvina un cambio en la temperatura, un olor fuerte a queso y setas y fue testigo de una transformación instantánea en la abigarrada masa forestal. Como coreografiadas, se alinearon las hortalizas en los bancales siguiendo leyes geodésicas para facilitar la recogida de aguas. Optimizaron las flores los espacios de exposición al sol, los frutales sujetaron el terreno inclinado extendiendo las raíces y sus copas se convirtieron en lugares óptimos para anidar. Acudieron pájaros, abejas y mariposas. Empezó a orbayar. Cuando la teniente Etelvina escuchó tirar de la cadena tenía delante un vergel.
Comentarios
Publicar un comentario