Exterminio
Que estaba junto a los árboles retorcidos del panal recogiendo setas venenosas serviría como coartada si las abejas bailarinas conocieran cualquiera de los idiomas que se hablan en el asentamiento interminable, en la sucesión monótona de tiendas blancas e iguales colocadas, con la exactitud de un campamento romano, paralelas a la sombría chopera de las fosas comunes.
Hubo otros testigos; Las golondrinas, los caracoles, el perro, las torcaces, las nubes, la luna de invierno, el regato de la peña gris. Ninguno sirve en la audiencia.
La estufa metálica quema aglomerado y cartón con llama verde.
Fuego de aguardiente con gasoil en el esófago, el abuelo cruza pensamientos, hielo, escarcha, sangre congelada.
Cuando los militares empezaron las descargas no debía haber nadie en los alrededores, el operativo se diseñó con mimo, las precauciones fueron tantas que se asesinó hasta el amanecer sin prisas.
Las aguas arrasaron todo. El barro encenagó para siempre calles y vidas. La tormenta duró un año y al amainar el aire picaba en la garganta, se instaló entre nosotros un permanente olor a mierda acre. Los humos de las fábricas amarillearon los montes pelados, el óxido se quedo a vivir en los barrancos y las quebradas.
Cantaba una niña una nana de hierbabuena y caminos rectos, a la orilla del rio muerto, la última vez que vi a Li el perezoso con su traje de pana verde sobre la bicicleta prestada del cartero. Los animales escuálidos deambulaban espantados entre la carretera y los juncos con recorridos absurdos, tambaleantes, moribundos.
Saludó con un gesto de las cejas. Era músico. Tocaba jueves y sábados en el baile de los mayores y daba clases a los niños después de comer en la sala nupcial del ayuntamiento.
Las enfermedades fueron lo corriente desde entonces, todos tenían manchas en el cuerpo, los ojos hundidos, la boca reseca, los labios llagados.
Las fuentes manaban coca cola caliente, el racionamiento de la minúscula ayuda internacional provocaba tumultos violentísimos y los soldados pasaban arriba y abajo con sus vehículos de guerra cruzando las fronteras imaginarias sin detenerse en los controles.
Li tocaba su acordeón sentado sobre los sacos terreros que protegían el campo de los derrumbamientos. Nadie tenía tiempo de escuchar sus melodías sin sentido, azarosas, improvisadamente azules. Opio. De noche el fuego constante en la lejanía recordando la tragedia diaria. Helicópteros omnipresentes machacando los oídos minuto a minuto. Explosiones, ráfagas, cohetes.
La música de los enormes altavoces convertida en torturante desde que empezó a quedarse a vivir, obsesiva, acompañando los gestos de la rutina, como en el plató catódico de un programa masivo para espectadores como usted.
Al otro lado del tubo de la verdad se paga el alquiler haciendo te verde en la jaima de la feria de Frankfurt, Ossim, un francés de Marrakech que vive en Florencia estudiando literatura clásica. Sirve a los turistas taciturno, escanciando la infusión con maña, que rompa espumeante contra el vaso de colores mientras piensa en epigramas y epopeyas.
En la televisión el conflicto lejano donde la muerte es digital, el hambre motivo de una gala, la violencia acción.
Al fondo de la imagen Li toca su acordeón mirando extrañado al objetivo. Ossim posa sus ojos durante un instante, tan corto como un pellizquito, en el extraño hombre que mueve los dedos por un teclado rodeado de destrucción y eugenesia, con la vista húmeda clavada en un espectador al que no ve.
- ¿Le gustaría trabajar recogiendo cadáveres?
El sargento polaco mira cruzado al músico holgazán. La coalición internacional arrastró a la zona de guerra a un buen batallón de hispanoparlantes; Argentinos, mexicanos, uruguayos, chilenos. Con algunos de ellos había aprendido Li a sorber mate, a escuchar a Adriana Varela, a responder a los sargentos de cualquier nacionalidad.
-¿ Le gustaría trabajar desactivando minas?
Algunos soldaditos venidos del otro lado del mundo le enseñaron a responder en un idioma internacional hecho con gestos de desprecio y muecas negativas que acompañaban una frase prestada de dudosa traducción al árabe o al chino.
Manolo, un catalán tangófilo, transcribió el texto que Li recitaría con un fuerte acento cantonés y la lentitud de perdedor de trenes de la historia.
- Mi sargento, me proponen cada huevada que me cago de risa.
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