La Sociedad del Baile


 Nadie sabe como llegó a manos de Baldomero Cañón, “el mudo”, aquel ejemplar atrasadísimo de “El Molinico”, órgano de expresión de la Sociedad del Baile de Marcilla. Cada tarde en la cuadra, mientras echaba un pito antes de ordeñar, solía leer un periódico cogido al azar del montón preparado para encender la lumbre de la cocina. Lo hacía en voz alta. Desde que en su infancia decidió no volver a pronunciar ni una palabra en presencia de humanos, Baldomero hablaba solo con animales y no con todos.                     

Le gustaba compartir las noticias con las vacas y la mula. La Artillera y la Capitana mostraban un relativo interés de pascuas a ramos, ladeando levemente la cabeza o dejando de comer durante un segundo. La mula Perla se obstinaba en ignorar cualquier suceso del mundo por asombroso que fuera. 

   En la página tres Baldomero se calló. Una fotografía en blanco y negro le hizo torcer el morro. Se veía una orquesta de cinco músicos sobre una tarima de madera y algunas parejas bailando. Pegó la oreja al papel y escuchó atento, conteniendo la respiración, “La Cumparsita” hasta que alguien desafinó con violencia. El saxofonista. 

   A la hora de hacer la cena Etelvina compuso la berza con ajo, pimentón y vinagre, mirando a su marido de medio lado. Ya estamos. Cada vez que Baldomero recaía de lo suyo hacía lo mismo, las tres señales. Primero sacaba brillo al acordeón, luego se bebía un vaso de tinto y acababa silbando zarzuelas por el pasillo. 

    Baldomero se dio cuenta de que su mujer estaba empezando a cambiar de color. La morenez natural de Etelvina adquiría una tonalidad cerúlea. Una señal de alarma. Para evitar males mayores decidió cortar por lo sano y colocó sobre la mesa “El Molinico” abierto por la página en cuestión. Con el dedo índice apuntó al saxofonista. Etelvina, condescendiente, acostumbrada a las baldomeradas, miró por mirar. La fotografía borrosa hizo que se pusiera las gafas. Se dejó caer en la silla, ya de color malva. Había identificado al músico; Moriarty. 

  No podía decirse que Moriarty Gil fuera un instrumentista cualquiera. Era, y Etelvina daba fe de ello, un asesino capaz de destripar pasodobles con una sola nota, de descuartizar un tango antes de que empezara o de torturar rumbas con una crueldad fría. Había unanimidad en el sindicato de músicos y en la federación de bailantes. Moriarty era el enemigo público número dos inmediatamente detrás, por una cabeza, del cocinero influencer que cantaba un horripilante Nessum dorma mientras asaba en manteca niños expósitos. 

  Etelvina sabía bien lo que significaba aquello. Baldomero, obsesionado con Moriarty, cargaría el acordeón en la Perla, llenaría el zurrón con una muda, un queso, un pan de kilo y la bota, buscaría entre las partituras del arcón y saldría a la caza del criminal. Eso significaba que durante muchos días, puede que semanas, le tocaría a ella atender a las vacas. Además había que segar la hierba, recoger leña para el invierno, reparar el tejado, hacer la declaración de hacienda y preparar las colmenas. Empezaba a estar harta de que su marido fuera un artista justiciero.

    A las vecinas y vecinos de Marcilla les extrañó la llegada de un hombre mayor somnoliento y sin afeitar, montado en una mula con un acordeón colgando. Paró en el Bolas a comprar pan y ató el animal a un árbol a la puerta del viejo cine. Estaba observando la fachada cuando se acercó un veterano policía local y le pidió los papeles del semoviente. La Perla, inoportuna, dejó caer un recuerdo en la acera, afortunadamente borrable, que el acordeonista recogió con papel de periódico y tiró al contenedor. Luego se limpió las manos en el pantalón de pana y se sonó los mocos mientras departía por señas con la autoridad competente. El agente se mostró comprensivo con el dueño de la bestia. Ante la mudez, la edad y la cooperación, decidió dejar la cuestión en una riña cívica y pedagógica. Iba a marcharse cuando Baldomero sacó “El Molinico” y señaló primero a Moriarty, el saxofonista, y después al viejo Cine, utilizado a veces como salón de baile. El policía primero bizqueó y luego se rascó la nuca pensativo. Volvió a fijarse en la fotografía, en la fecha del periódico y afirmó. Efectivamente, estaba hecha en aquel local hacía más de dos décadas.

  Etelvina podaba el manzano, cagándose en más de la mitad de los muertos de Baldomero, con los cascos puestos. Hacía ya quince días de la marcha de mula y paisano. Escuchaba “Aserejé” a todo volumen intentando tapar el desagradable ruido de la motosierra. Al levantar los brazos se dio cuenta con angustia de que se estaba poniendo azul. Paro el cacharro y se quitó los auriculares. En mala hora. Un sonido agudo y estridente le atravesó el cerebro. No pudo moverse, los músculos dejaron de responder. Vio desesperada acercarse lentamente a Moriarty Gil apuntándola con un saxofón soprano. El malhechor, con buen criterio, había elegido para su ataque un corrido mexicano capaz de cortarles las piernas de un tajo a Fred Astaire y Ginger Rogers. Etelvina, indefensa, pensó que había llegado su hora. Los perros del pueblo, destrozados sus oídos, empezaron a aullar.

   La Artillera y la Capitana dejaron de pastar en el prado colindante. Iniciaron algo parecido a un trote en cámara lenta. El saxofonista, de espaldas, no las vio llegar. Oyó algo en el último momento e intentó a contratiempo una ráfaga de semifusas. La Capitana lo arrolló. La Artillera le pasó por encima. Baldomero llegó tarde, como casi siempre. Encontró a Moriarty Gil en el tele club con sus mocasines blancos en un ataud barato. A su lado el saxofón abollado y unas partituras ensangrentadas. Baldomero quiso tocar un requiem. Etelvina no estaba para músicas. Lo enterraron al día siguiente, festividad de Santa Cecilia, en una fosa de cinco metros de profundidad. La Artillera y la Capitana fueron condecoradas con la medalla de las bellas artes y la laureada de San Fernando.




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Pasó

Amable, el solitario.