Le llamaban Baldomero
Nadie en el polígono se extrañó al ver bajar por la trocha a Baldomero, montado en la mula, con el acordeón colgando de la albarda. Venía de la parte de León, de Puente Almuhey o por ahí, medio dormido, sin afeitar y con el sol entrecerrándole los ojos. Había estado tocando en el baile de no sé qué santo hasta las tantas, y no podía con el alma. Los años pesan. Sobre todo los que corrieron, grises y lentos, en tiempo de silencio. Como siempre, “el rey del Pasodoble y emperador del Tango” iba de paso. Esa misma tarde le esperaban en una aldea de La Valdavia para la fiesta de la virgen. Qué virgen no importa, qué aldea, tampoco.
Baldomero amarró la Perla a una palmera en la Avenida de Asturias y colocó el morral en el hocico del animal con hierba fresca, algo de chicharro y una zanahoria hermosa. Como era de ley, entró en el Ibáñez a comer un pincho de tortilla posada y sin cebolla. Tomó luego un cortado con gotas vigilando la calle desde el bar, por si aparecían los guardias a pedir los papeles del semoviente, y al pagar la consumición no pudo evitar pensar en la Etelvina, por si el gasto no previsto pudiera desestabilizar el plan quinquenal y su nueva política económica.
Etelvina era el soviet supremo. Tenía mil ojos y empezaba a sospechar, después de décadas de matrimonio, que su marido, para según qué cosas, era tontísimo. Por eso había vuelto a apuntarle en una libreta de hule las fechas de la turné en azul, las explicaciones sobre rutas y contactos en negro y los números, cobros y gastos, en rojo, bien grandes y subrayados.
La Etelvina siempre le recordaba a últimos de mayo en la charla motivacional, antes de salir de gira, como si no lo supiera, que para los pobres no hay parientes, que el invierno es muy largo en la montaña y que no tienen un fraile escondido en casa. Baldo quiso creer, sin mucha fe, que Etelvina no le deportaría a los chozos, en lo cimero del puerto, con las cabras, por no apuntar un pinchín y un café en el informe preceptivo. No se iba a pasar todo el verano con la Perla de aquí pallá, enfrentando todo tipo de peligros, a la intemperie, llueva o truene, cruzando hoces sinuosas, valles de la muerte, páramos desérticos y bosques tenebrosos, de baile en baile, a base de pan, queso, naranjas y el vino peleón de la bota. Es cierto que Etelvina le acusaba, no sin fundamento, de haber leído más de la cuenta a Lafuente Estefanía, de ser exagerao, quejica, llorón, pequeño-burgués y Antoñita la fantástica. También es verdad que Baldo se callaba la aportación extra de proteínas y vitaminas que conseguía en algunos pueblos, cada vez menos, donde todavía se estilaba, no siempre para bien, invitar a cenar y a dormir en casas particulares a los músicos, o a los musiqueros, como decían entre cacharro y cacharro, los mozos del desprecio fácil y las amenazas de pilón, todos ellos académicos y científicos de reconocido prestigio. Ya nada es como antes, se están perdiendo los valores, repiten los que más tienen que callar; nostálgicos, falsificadores de la memoria, comisionistas expertos en valor de cambio, negacionistas del valor de uso.
La Perla dejó un regalo humeante, generoso y por suerte consistente, en la acera. Baldomero recogió la boñiga con papel de periódico, la depositó en el contenedor de lo orgánico y se limpió las manos en los pantalones antes de liar un cigarro. Echando humo le dio por ponerse a filosofar en el cruce de la avenida con la calle Jorge Manrique, mirando el escaparate del Masmovil. No, no y no. No quiere un telefonillo de esos. Le parece estupendo el progreso y la tecnología, no tiene nada contra lo nuevo, al revés. La luz eléctrica, la radio, el cine, la televisión y hasta los molinos de viento, la noria o la imprenta, fueron en su día tecnología punta. Lo que no le gusta es que le empujen. Ahora insisten en que tiene que comprar un producto maravilloso que, instalado en el aparato, sirve para mirar la cuenta del banco, pedir hora al médico, ver fotos de los nietos que no tiene, saber a qué hora pasa el autobús, si va a llover el martes, en qué canal ponen un partido muy importante o como se hacen las migas de pastor.
Aguantó heroicamente con la Perla sin comprar coche. Pudo, en su momento, agenciarse un cuatro ele de segunda mano, muy apañao, que vendía Acacio, el veterinario. No lo permitió el politburó, había que arreglar el tejado. La Perla no paga seguro, ni garaje, no pasa la ITV, no lo llena todo de humo y aceite, no está cada dos por tres en el taller, no tiene que pedir trócolas a Alemania y da cucho pa la huertina de Etelvina. La Perla le hace compañía en sus viajes por esos caminos y, si quisiera, podría ponerle pegatinas y un transistor.
Hay que adaptarse Baldo, le decía Chuchi Bodas, el DJ animador que, según sus propias palabras, en plan, lo estaba petando con la juventud. Qué adaptarse ni adaptarse, iba a cumplir los ochenta. Ya estaba más que adaptao. A estas alturas no iba a cambiar el repertorio; Julio Romero de Torres, el Gato Montés, La Cumparsita, Suspiros de España, Francisco Alegre, el Relicario, la Zarzamora, Perfidia, Adiós muchachos, Granada y por ahí. Por gusto, en casa, Piazzola, Aníbal Troilo y Morricone. Que no, que no quería móviles, ni cosas de esas. Qué redes sociales, ni qué mi madre. Además la Etelvina, que es más lista que el hambre, sabe sintonizar canales y cómo funciona el mando de la tele. Ya tiene un teléfono de esos con música que hace retratos. Ahí la tienes, escribe que te escribe con los pulgares, como los críos.
Baldo no es mudo, no habla porque no quiere. Nadie recuerda haberle oído pronunciar ni una palabra. En Guardo le conocían desde que era un niño y llegaba los viernes en el hullero para ir a clase de solfeo con Sindimio, a lo primero, y de órgano con Antonio, después. Los dos eran amigos de su padre, el Baldomero antecesor. Al salir de estudiar música recorría el Corcos, el Bravo y el Valdehaya para mirar las carteleras y elegir película, a poder ser una de jichos.
No, no hablaba nunca, eso lo sabía todo el mundo, pero aquello clamaba al cielo, a quien se le diga... Chuchi Bodas, el nieto de Tino, vigilante en el pozo viejo cuando entonces, le paró haciendo esparabanes a punto de enfilar el camino de Fontecha. Venía sudando con el teléfono en la mano. La Perla torció la cabeza y puso las orejas de punta cuando oyó a la Etelvina a los gritos. Chuchi Bodas le puso delante de los ojos la pantalla. El viejo músico vio a la Etelvina en la huertina dando voces y no se lo podía creer. Vuelve Baldo, vuelve, decía. Baldo miró pa la mula y la mula miró pa él. Ninguno de los dos entendía nada. Etelvina se dio cuenta y cambió el tono. Que vuelvas Baldo. He suspendido la gira. Con el cacharro este me he hecho sin querer yutuber e influencer y estoy ganando perras a dolor. A la gente le gusta ver plantar cosas en la huerta, mira tú, y “La huertina de Etelvina” raro es el día que no es trending topic. He triunfao con los tomates de Transnitria, los tupinambos, los fisalis, los albérchigos, los nísperos y qué se yo. He salido con foto en el diario Palentino y en el de Valderrueda me quieren entrevistar. Vente, Baldo. Baldomero se dio una palmada en la frente y se quedó con ganas de rebuznar. A la Perla le salió algo entre relincho y gemido. Lo de influencer, yutuber, trending topi y esas cosas no lo habían entendido. Lo de las perras sí. Baldomero miró pal cielo valorando las nubes, dio la vuelta y se despidió de Chuchi Bodas con un apretón de manos. Arreó a la Perla con un chasquido. Medio dormido, sin afeitar, con el sol entrecerrándole los ojos y el acordeón colgando de la albarda, enfiló hacia el oeste. Qué oeste, no importa.
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