El acordeonista
El tío Baldomero, hijo y nieto de Baldomeros, tiene por delante una gira delicada. Sentado en el escaño al calor de la cocina, con las cuentas sin cuadrar, desayuna un tazón de leche y pan migado. Será, esta vez sí, el último año, la despedida. Todo está preparado, el acordeón en su estuche, la muda en la bolsa, la mula impaciente mirando pa él desde la nogala. Bajar al valle y subir por el puerto a la meseta le da pereza. Ha pasado mucho desde que debutó acompañando a su padre en la inauguración del primer cine del concejo, construido por el marqués de Puntillos, dueño de las minas y patrocinador de los sindicatos católicos. Los más sabios de la cantina intentaron explicarle, entre chatos y cacahuetes, el invento de las fotografías animadas, un moderno mecanismo que estaba asombrando al mundo. El tío Baldomero se hizo un lío con la física y la química que, por lo visto, intervenían en la maravilla.
El coche de linea había traído de la capital dos latas con unas bobinas. Acopladas a una máquina luminosa que el ingeniero llamó proyector, giraron haciendo un ruido rítmico. El piano y el pianista que debían acompañar el prodigio se salían del presupuesto adjudicado por el marqués y la corporación contrató un dúo de acordeonistas. Cinco minutos antes de empezar el espectáculo dieron a los músicos instrucciones confusas y unas partituras que se volvieron inútiles al apagar la luz del salón. Aparecieron de repente en la pantallona iluminada unos letreros. El público se alborotó por la brujería y Baldomero padre, con la boca abierta, se arrancó, a saber porqué, con el número final de La tempranica: “La tarántula e un bicho mu malo”. Baldito conocía la melodía, un éxito en la zarzuela del momento, y acompañó como pudo. Al ver personas planas moviéndose en dos dimensiones, el niño que pesaba menos que su instrumento quedó sin habla, como los protagonistas de la película. Nadie le escuchó volver a decir una palabra en su vida. Afirmó moviendo la cabeza el día de la boda con la Etelvina, al volver de la mili en África, y no dijo ni mu ninguna de las dos veces que los señoritos le fusilaron de broma.
La mula Perla conoce el camino e intuye que es su último viaje. Lo hace desconfiada, sabe bien a donde va, la temporada empieza todos los años en la misma villa, en el mismo prao. No le presta volver a poner los cascos cerca de aquella mina. En ella tiró a dolor de vagonetas por galerías oscuras hasta que el tío Baldomero decidió que merecía mejor suerte y ganó el animal al vigilante del chamizo haciendo trampas con las cartas. Harían después juntos una barbaridad de kilómetros recorriendo fiestas mayores, bodas y romerías. De aquella, los hermanos Dinamita, artilleros en el pozo grande y solteros, no perdían un baile en todo el verano. Fueron ellos los que empezaron a llamar al tío Baldomero “El rey del pasodoble”.
El sobrenombre hizo fortuna, los contratos aumentaron poco a poco y empezaron a entrar en casa más perras de las que cubrían la subsistencia y el tabaco. Como la Etelvina había aprendido a leer, escribir y llevar cuentas en el ateneo del sindicato, de un día para otro se convirtió, sin mucha vocación, en representante de su marido. Encargó unos carteles, dobló el caché, exigió un filete en la cena del músico, hierba abundante para la mula y pago por adelantado. En dos veranos largos y agotadores saldaron deudas y negociaron la entrada de la casina con huerta en la que vivían de alquiler. Un domingo de otoño se fueron en el tren con una hogaza, pimientos asados y tortilla de patata, a conocer el mar. Al volver se enteraron de que había empezado la guerra.
Etelvina no volvió a salir de casa y pasó los siguientes cuarenta años cosiendo por encargo, trabajando la huerta, poniendo el pote diario de garbanzos con verdura. Los hermanos Dinamita anduvieron fugaos hasta el cincuenta y tantos y acabaron, los que sobrevivieron, cuatro de seis, en Francia. El tío Baldo pasó siete años preso. Al salir del penal volvió al acordeón, a las pitas y los conejos. Ya no había filetes, le pagaban poco y mal y la hierba de la mula se volvió rastrojo. Empezaron las faltas de respeto, las amenazas de tirarle al pilón si la música no era del gusto de los más cafres, las burlas de los guajes que imitaban a sus mayores.
Asomaron por fin los amenes del franquismo, y el sol por Peña Verde, la última vez que los civiles salieron al paso de mula y paisano. Conocían las aficiones del curdionista montuno, su gusto por el cine, el silencio, la picadura de liar, jugar a los bolos y un vasín de vez en cuando. Le ofrecieron un cigarrillo rubio que no aceptó, preguntaron sin esperar respuesta por la última película que había ido a ver y le rogaron que incluyera en el repertorio una canción de Frank Sinatra. Los tiempos empezaban a cambiar. El tío Baldomero se encogió de hombros y arreó la caballería a su manera, con un chasquido.
Cada vez que bajaba al cine, dos veces por semana, apuntaba en una libreta la calificación de la película: Mala, buena o regular. Era raro que añadiera un muy. Malas le salían pocas, en todas encontraba alguna gracia. No le había gustado, por fidelidad a la original, la nueva versión de King Kong que sustituía el Empire State por las Torres Gemelas. No sabe cómo, los vecinos del pueblo de abajo se enteraron. Algunos le retiraron el saludo. Los hermanos Dinamita habían vuelto con jubilación francesa y se pronunciaron. No habían visto la película. Después de mirar las carteleras concluyeron que repetir la aventura del simio gigante subido a un rascacielos con una mujer en la mano, atacado por aviones militares, era una tontada de Hollywood. Los partidarios de modernizar al gorila enamorado, la bella mocina y los efectos especiales, insistieron en que a los hermanos lo que les gustaba era llevar la contraría y montar matu. La polarización se extendió por toda la cuenca y se produjo lo que el practicante llamó “una fractura social de consecuencias impredecibles”. Etelvina con sesenta años al morir el protagonista del NODO, decidió volver al negocio que se llevó el viento de la historia. Escuchó a su marido una excelente versión de La Cumparsita y se le encendió una luz en el caletre. Gastó los escasos ahorros en una americana de lentejuelas, encargó carteles y octavillas, triplicó el caché, puso un anuncio con foto en el periódico y llamó a todas las emisoras de radio pidiendo un disco de Baldomero, “El Emperador del Tango”. Debajo de la higuera un atardecer, puso a la mula por testigo de que nunca volvería a coser para nadie, ni a encerrarse en casa.
La sala de fiestas del primer contrato, un concurso de baile, se llenó. Baldomero andaba mohíno por la prohibición de Etelvina de llegar con la mula al establecimiento e incómodo por la chaqueta nueva que le tiraba de la sisa. Se le pasó con un orujo de hierbas. “Por una cabeza” abarrotó la pista y en los bises tuvo que repetir “El Choclo”. Los bailarines más famosos de los contornos exhibieron su destreza mientras los camareros no paraban de servir refrescos y cacharros. Un éxito total.
La campaña electoral fue muy diferente a la última que recordaba Etelvina, cuando la república. Llegó el día de votar y votó. Nunca imaginó que lo haría. A partir de ese momento los gritos de rigor, los bigotillos a lo Alfredo Mayo en Raza, los collares de perlas de tres vueltas, el garrote vil y los gironazos del bunker, se fueron diluyendo lentamente en el pasado.
Etelvina cogió gusto a negociar con hosteleros y concejales de fiestas. Lo que más le agradaba, ahora que soplaba un poquinín de viento en las velas, era pagar impuestos. Cuanto más abonaban era señal de que ganaban más. Su mayor orgullo era el nuevo hospital público. Cada vez que pasaba por delante se emocionaba. Siempre le dolió en el alma el recuerdo de la muerte de su padre, siendo ella una mocosa, la agonía larga y dolorosa por no poder pagar clínicas o medicinas. La escuela, el instituto, el parque, los bomberos, las fiestas, la recogida de basuras, la biblioteca, los autobuses, las tuberías y los semáforos. Todo lo necesario se pagaba con su dinero, salía de su trabajo, de las turnés de Baldomero, de las teclas del acordeón. Pagaba también con sus impuestos cosas para ella detestables, las armas, los concordatos, la pompa o los cortesanos. Simpatizante de la realpolitik consideraba un mal menor esa manera de aplacar a los dioses menores de la reacción, espadones, obispazos o tecnócratas.
En las cuencas mineras asturianas, leonesas o palentinas, los acordeones siempre funcionaron bien a la hora de festejar. También acompañaron penas y tragos malos. En todos esos momentos el tío Baldomero, o un colega suyo, no andaba muy lejos. Llegado el día de colgar el instrumento no le entra nostalgia, esa falsificación de la memoria. Le recorre el cuerpo una sensación agradable de haber cumplido una misión posible por esos montes. Mañana cumple cien años. La mula pasó de los sesenta. Hasta aquí hemos llegado.
La Etelvina no está conforme, ella es joven, tiene noventa y seis recién cumplidos. Hay que dar guerra hasta el último suspiro, viene gente detrás. Es una obligación dejarles la casa barrida y un mundo más curioso y topaizo. No va a permitir que el tío Baldomero se amustie y se deje ir. Estos tiempos siguen siendo los suyos. Están vivos, respiran. Han pasado muchas calamidades y nunca han vivido en un país mejor. Ahora hay mujeres astronautas que tienen a los hombres de ordeno y mando dando los últimos coletazos. Merece la pena vivir aunque solo sea un día más.
Etelvina utilizó un ordenador por primera vez en la biblioteca. Un nenu le explicó lo del buscador, lo de las películas y la música, lo de oír la radio de cualquier país, lo del correo instantáneo y las conferencias con imágenes. No le entraba en la cabeza semejante filón. El Baldomero podría volver a ver sus películas favoritas y muchas más, encontrar retratos de sus artistas preferidas, oír acordeonistas de la otra punta del mundo. Ella viajaría en los mapas, se fartucaría de documentales, haría los contratos desde casa. Pasó un mal rato cuando apretó el ratonín con el dedo, la pantalla se puso azul y pensó que había escacharrao el internet. El nenín se rió y le dijo que solo tenía que volver a encender el ordenador. Salió de la casa de cultura haciendo esparavanes, con cara de pasmo y una fame de la de mi madre. Se tranquilizó al llegar a casa, con un cacho empanada. Baldomero no estaba, era el día del espectador.
El mayor de los hermanos Dinamita, Ezequiel, llegó con el coche hasta la portilla, tocó el claxon y gritó su nombre. Etelvina despertó de la modorra, se asomó, le entró miedo. No quiso pensar y no se mató de milagro bajando las escaleras. Ezequiel muy serio pidió que le acompañara, Baldomero se había puesto malo en el cine y estaba en el hospital. No parecía grave, algo que le habría sentado mal. Tenía mucha tos, el jodío fumeque, y fiebre. El médico decía que igual tenía que quedarse ingresado. Etelvina no dijo nada. Llegaron al hospital oscureciendo. Cruzaron la recepción y Etelvina vio a los hermanos Dinamita callados mirando pal suelo. Le temblaron las piernas. Del brazo de Ezequiel, por indicación de una enfermera, pasó a la sala de espera y se sentó. En unos minutos bajaría el doctor. Por un momento calló a los demonios y pensó que Baldomero era fuerte, estaba bien de la tensión, tomaba las medicinas, todos los días subía hasta el caño. Podía ser un corte de digestión, un mareo, alguna cosa de los riñones que le dolían. La cara del médico al acercarse le nubló la vista.
Antes de que le dijera nada pidió ver a su marido. Acongojado el médico de guardia explicó muy bajito que había habido complicaciones, un problema en el sistema respiratorio. El paciente había fallecido. Etelvina insistió en ver a su marido y Ezequiel la cogió del brazo y la acompañó por el pasillo siguiendo al doctor. Baldomero estaba solo en la habitación 101. Una enfermera destapó el cadáver para que Etelvina pudiera verlo. El tío Baldomero parecía tranquilo, como si estuviera echando la siesta. Cuando le tocó la cara y sintió frío Etelvina rompió a llorar. Luego le cogió la mano. Notó como si Baldomero se la estrechara y oyó su voz nítida y clara.
-No te preocupes Etelvina, vida, está todo bien. Disfrutaba en el cine viendo una muy bonita de galaxias y me encontré raro. La camilla resultó incomoda hasta que entrando en urgencias dejé de latir. Los auxiliares me pasaron a una sala muy blanca con aparatos y me colocaron desnudo sobre una mesa. El médico certificó y me taparon el cuerpo con una sábana azul. Eso fue todo. Me queman mañana. Te quiero.
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