Amable, el solitario.
Los que estudian economía saben menos de números que la Etelvina. Eso le repetían a Baldomero, el mudo, cada vez que paraba a tomar un vaso en el Sonymay. Los del valle de Iguña estaban acostumbrados a verlo pasar todos los veranos montado en una mula gris, con el acordeón colgando. Unos decían que venía de la parte de Brañavieja, otros que si de Barruelo. Para mí que es cazurro, de Cistierna o por ahí, calculaba Lines fijándose en la lana del sayón. Había quien aseguraba que era asturiano por el olor del queso y el color de las cintas del animal. El caso es que recorría montes y praderías, de fiesta en fiesta, ganándose la vida de milagro, a golpe de pasodobles, tangos, o lo que se llevara. Etelvina llevaba las cuentas, había que pasar los inviernos con poco dinero, las pitas, los conejos y la huerta. Solo tenía una ley: si ganas cuatro, gasta uno. El Baldomero era muy mirao para las perras, sin llegar a tacaño. Contaban que la Etelvina le metía ortigas en el bolsillo del pantalón para que no derrochara en convites cuando marchaba de turné con la bota, un queso, un pan de kilo y una muda.
Muchos pueblos contrataban para el día del patrón, o la patrona, una orquesta pobre de dos paisanos. Las aldeúcas que no tenían ni para eso llamaban a Baldomero. En el salón de baile de Cotillo, en Anievas, conoció a la Etelvina un domingo por la tarde con el cielo color panza de burro. Tocaban, montañesas y jotas, Tomasón con el pito y su chaval con el tambor. La cortejó por señas.
A ella le gustó él, el acordeón, la mula y la conversación de un hombre callado. Etelvina se marchó con el músico no muy lejos, nadie sabe donde, y su padre, Amable, se quedó solo, con la vaca y la perra, en la cabaña de la Torca de los Moros.
La lluvia cae. Amable mira por el ventanuco. No tiene a quien contar lo de la liebre que ha parido debajo del abedul, ni lo del cierre de la fábrica de Portolín. Nadie le va a oír rezongar por la poca agua que trae este otoño el Besaya. Echa otro tronco al fuego al oscurecer, con la radio puesta. Entre fútbol y política le ponen la cabeza como una pandereta. Etelvina vino a verle en navidades e insiste por carta en que se vaya con ellos a vivir, tienen una habitación. Baldomero se lo repite cuando empiezan los bailes y pasa a visitarle un par de veces al año. Amable no quiere molestar. Ya no baja hasta Arenas los domingos a ver pasar los trenes, no queda casi nadie de su quinta para fumar un pito en el banco del andén. Las hojas secas le recuerdan la primavera pasada y el invierno por venir. Tiene una certeza. El día que se le pare el corazón estará solo.
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