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Por la patria

     Mataron a Ramón, el taxista, una noche de perros rabiosos, cuando quiso cobrar por adelantado una carrera de más de cien kilómetros. Sentado a su espalda dentro del vehículo Francisco Seco, diecinueve años, intentó estrangularlo con un pañuelo militar. Mientras forcejeaba, incapaz de vencer la resistencia de Ramón, cruzó su mirada con dos fotos pegadas en el salpicadero, un niño sonriente y una mujer en la playa. Desde el asiento del copiloto “el Murciano”, menor de edad, clavó una sucesión histérica de navajazos en el cuello de Ramón.    Cuando sacaron el cuerpo ensangrentado del coche, el padre de Rodri, mi compañero de pupitre en la escuela, todavía respiraba. Para rematarlo le pasaron tres veces por encima con el taxi. Entre tropezones, barro y faltosadas, consiguieron meter el cadáver en el maletero.   Sin carnet condujeron torpes, haciendo eses y pegando acelerones absurdos, por carreteras secundarias. Su destino; el solitario chalet del tío de F...

Manuel Vázquez Montalbán; Gracias por todo.

 Manuel Vázquez Montalbán, Manolo para sus amigas y amigos, murió hace veintidós años en un aeropuerto del lejano oriente. No le dieron el Nobel, un premio lleno de hegemonía, blanquitud y anticomunismo, ni el Cervantes, esa unidad de destino entre la hispanidad y la españología. Su premio fue una vida ejemplar, una obra excelente y un público que lo echa de menos. El tiempo pasa, sí. La educación sentimental cambia como las memorias y los deseos. La deuda que tenemos sus lectores con él es impagable. Siempre irónico, poco amigo de las grandes palabras, no estaría cómodo con los elogios. Alguien tenía que decirlo: MVM fue el intelectual más valioso para las clases populares del siglo veinte. Decía MVM que un intelectual es aquel que se dedica a pensar y ponerlo por escrito. Pensó y escribió a una escala descomunal. Trabajo, trabajo, trabajo; ni un día sin escribir y pensar. La gratitud, y una cierta orfandad, es lo que nos queda a los supervivientes. La juventud que lea a Montalbán...

Siguiendo a Maruja

 Fernando se ahuecó el pelo. Sesenta, pero aparento cincuenta. Un caballero maduro interesante, desde el gris templado que coronaba su noble cabeza hasta los mocasines de rebajas de Hugo Boss, de un marrón que se ajustaba al color del jersey de cuello alto pero no ceñido, un poco nórdico. El tino de su elección de personaje le obligó a sonreír. Esta vez no tendría que viajar a Madrid para cumplir con su trabajo. En su propia ciudad. Menuda suerte. Fernando (Fer Navas en su tarjeta profesional), salió de casa con ganas de aventura. A poca distancia, cerca de la catedral, Marga Santos, que era Marga Santos en todas partes, para las amistades y también cuando se buscaba la vida, se roció de un culo de frasco Chance de Chanel que guardaba para ocasiones como ésta, se envolvió en un chal gris de lana buena, se atusó la media melena oscura y se dispuso a salir. Ay, casi me olvido, se llevó la mano a la boca. Sacó la navaja automática del cajón de la mesilla de noche y la metió en el bols...

Extraños en un andén

    No tenía billete. La echaron del tren a empujones en Venta de Baños, un miércoles a las tres de la mañana. Helaba, años setenta, gris ceniza. En un banco del andén la brasa de un cigarro iluminó media cara y unas gafas oscuras. Vicente iba cada madrugada a escuchar pasar los trenes. Ciego de nacimiento, insomne, vivía de oído y de tocar el acordeón en sesiones interminables de fiestas más o menos patronales. Te llamas Penélope. No. Sí. Para mi todas las mujeres solas en una estación se llaman Penélope. No. Dame un pitillo. Penélope esperaba. Yo me llamo Federica y acabo de llegar. Ya. He oído los gritos. Insultas muy bien. Ten cuidado, seguimos en tiempo de silencio. No tienes tabaco, ni fuego, ni dinero, ni equipaje. Eres de la montaña y vas hacia el sur. Te hará falta algo caliente, la cantina está abierta. Tienes para elegir suizos, magdalenas o sobaos. No pienses mal, soy un viejo inofensivo. Ya me invitarás tú otro día. No, gracias. Me vale con el fumeque. Lo estoy de...